Algunos pintores, Rubens, por ejemplo, han llenado anchos pliegos de papel o cartulina con bocetos para luego, a partir de ellos, crear las bellas pinturas por cuyas luminosidades los admiramos: imágenes de bordes exactos y volúmenes carnosos, rostros de miradas dulces o terribles, arquitecturas exactas, paisajes nítidos en los cuales soplan tempestades o suaves brisas de verano.
A diferencia de esos resultados luminosos, los bocetos de donde provienen esas pinturas son, al menos en Rubens, una serie de líneas inciertas que en algo recuerdan las formas del cuerpo humano o los bordes de unos edificios de pesadilla y, sobre todo, manchas: borrones de tinta más o menos densos que cubren amorfos el papel, parecidos a neblinas, a monstruos de figura contrahecha o a nubes cargadas de tormentas.
¿Cómo esas manchas terminan por perfilarse en talles graciosos, mejillas tersas, manos de gesto tierno o airado y paisajes bucólicos? Es el curso natural de la imaginación y del arte: de lo amorfo a las formas, el creador transita cumpliendo con un trabajo que tiene un poco de prestidigitación, algo de taumaturgia y mucho de artesanía.
En la vida recorremos un proceso inverso al de los artistas: aquello que ha estado claro ante nosotros, corpóreo, sólido y tangible, con el paso del tiempo -de los días, los meses, los años y las décadas- va convirtiéndose en una mancha cuyos contornos borrosos terminan por desaparecer.
En la película ‘Memorias de Leticia Valle’, producida a partir de la novela homónima de Rosa Chacel, una esposa rechazada sale de la habitación de su cónyuge dando un portazo, cuyo golpe provoca a caída de un cuadro que la representa; queda en la pared solo la huella rectangular y clara del lugar ocupado por la imagen: una mancha vacía, eso en lo que el desamor ha convertido a esa pobre mujer.
Vamos convirtiéndonos en manchas de lo que fuimos. Georg Trakl, el poeta expresionista alemán, mira las manchas de sangre menstrual, dejadas por una mujer en su lecho, y las compara, en su memoria, con las nubes blancas enrojecidas por el sol del atardecer. Los cuerpos y los días, descubre Trakl, terminan por dejar unas manchas rojas y difusas, no importa cuánto hayan bregado los cuerpos ni cómo hayan sido de accidentados los días que ya terminan.
“Al atardecer flotan ensangrentadas sábanas,/ nubes sobre enmudecidos bosques/ envueltas en negras sábanas./ Gorriones alborotan en los campos./ Y ella yace muy blanca en la tiniebla./ Bajo el techo se exhala un arrullo./ Como carroña entre el matorral y la tiniebla / moscas zumban en torno a su boca”.
¿Cuáles serán las manchas que dejarán los amados en nuestras vidas, cuando hayan partido? Serán las huellas de sus sudores en la ropa, los rastros de sus rostros en las almohadas, las marcas de sus manos en las paredes, allí donde se apoyaban al fin de la tarde para mirar las primeras sombras de la noche.
Las herramientas de hierro, cuando son abandonadas sobre los labrantíos, empiezan por oxidarse, luego la herrumbre las cubre y carcome hasta deshacerlas y terminan transformadas en una mancha rojiza, tiznada sobre los surcos que antes abrieron; finalmente, las primeras lluvias del año lavan esa mancha de orín y de aquel metal no queda nada. Nosotros también desapareceremos así, como un azadón, como un cuchillo, como un puñado de clavos olvidados sobre la tierra negra de los campos.
Eso seremos, también, en la memoria de los otros, aún en la de quienes nos quisieron: unas manchas que dolerán como llagas en los primeros tiempos de nuestra ausencia, cuando nos recuerden con pena, cuando les hagamos falta, cuando nuestros lugares vacíos les conmuevan. Con el paso de los meses iremos transformándonos en manchas más y más tenues, perderemos nuestros contornos y con dificultad nos diferenciarán de otros recuerdos. Nos evocarán sin sufrimiento. Descansaremos, entonces, en los pensamientos incluso alegres de quienes compartieron con nosotros este mundo.
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