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Luis Viracocha: La piedra es infinita

Luis Viracocha.

Luis Viracocha.

Para el escultor quiteño Luis Viracocha Quishpe, las piedras grandes y chicas son su oro.

Las busca en la selva, en la Sierra, en el mar y en los ríos. “Desde que mi madre me tenía en el vientre –dice– yo percibía los golpes que daba papá, también escultor, a las piedras para que respirasen, para que mostraran su alma”.

Utilizando cualquier medio de transporte –bus, auto, camioneta o canoa– Viracocha ha ido por el país con la fe inquebrantable de hallar, a flor de tierra, o cavando como un incansable minero, las piedras a las que sus manos grandes y ásperas conceden formas sinuosas, sensuales, mágicas, terrenas y cósmicas.

Viracocha se pasea feliz por el trabajo concluido en un bosque pétreo de formas y colores, que encantan por la sutileza y brillo; por sus lados agrestes y matéricos, por las finas vetas y texturas.

Son 40 esculturas, elaboradas en los últimos años, las que el artista expone en tres salas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión: Miguel de Santiago, Oswaldo Guayasamín y Eduardo Kingman.

[[OBJECT]] La muestra permanecerá hasta fin de mes. Es abstracta, plena de sentidos.

Al preguntarle desde cuándo da forma y vida a las piedras, el artista respira hondo y dice, con un sentido místico: “Desde hace 7 000 años, desde que nuestro padre, el dios inca Viracocha, nos dio el aliento para cuidar las piedras sagradas de los templos, de las montañas y de los ríos”.

Si Luis, el padre, fue un consumado escultor de lo figurativo y geométrico con las piedras del Guagua Pichincha y de las canteras de San Antonio, la madre, María Isabel Quisphe, también hacía piedras de moler y bateas.

Justo antes de dar a luz, en una sencilla estera, María Isabel, usando martillo y cincel, elaboraba una piedra para moler ají, especias, hierbas...

“Por eso digo que nací con el olor a la piedra”, sostiene Luis.

Martha García, la esposa, escucha con atención, y un grupo de asistentes fija las obras de mármol, piedra y metal en los pedestales de las salas.

Luego, la madre lo llevaba en la espalda y Viracocha veía cómo ella seguía con el cincel: es el recuerdo más entrañable y lejano.

A los 4 años, Luis Viracocha ya agarró un pequeño martillo y comenzó su aventura con el duro material. Desde ahí no ha frenado. Hoy, a sus 58 años, parece el niño inquieto que hacía las primeras figuras a la luz de la Luna, en la casa de adobe de la calle de Los Escultores 418 y av. Real Audiencia, en Cotocollao, el pueblo (hoy engullido por la ciudad) de sus ancestros, donde ha vivido siempre, con excepción de los cinco años de preparación en Carrara, Italia (1980-1985).

La calle se denomina de Los Escultores, porque el abuelo de Luis, Pablo Viracocha, vivió allí y fue un escultor que combinaba cal fría y arena para hacer los portones de las casonas quiteñas del Centro.

O rostros de piedra para fijarlos en los dinteles de las puertas.

Viracocha, alto y flaco, de pelo negro que le llega a los hombros, y barba rala, confiesa que el abuelo fue uno de los siete mejores maestros mayores de Quito de comienzos del siglo XX.

A su vez, el padre tenía a la naturaleza como la mejor maestra de vida. Por ello, cuando el hijo le comunicó que iba a ingresar a estudiar Artes en la universidad, el papá le respondió: “Primero aprende en la pluversidad”. “¿Qué es eso”, dijo el incrédulo Luis”.

“En los montes, en las cuevas, en los ríos y en el mar, las piedras están siempre con nosotros, nos hablan para alcanzar su esencia”, fue la respuesta contundente.

Así lo hizo. Desde joven comenzó su periplo por la geografía del país para sentir, palpar y recuperar las piedras como tesoros ocultos en alguna orilla, en un recodo del camino, en el mar, otro gran escultor que cincela a golpe de olas. Con el tiempo aprendió a reconocer la textura de las piedras como si fueran otros hijos.

“Las formas, al igual que las piedras, son infinitas”, explica el artista, mientras fija su vista en una obra similar a una rosa: es una abstracción de una vagina, el útero, el origen al que irá la semilla.

“El universo mismo está hecho de piedra”, reconoce, y como si expresara una plegaria sin tiempo señala al material de sus formas: la andesita (tiene sílice, es gris o azulada); la serpentina amazónica (la obtiene en Misahuallí, es veteada, de tonos amarillos, cafés, ocres, negros) que al pulirla parece una joya de luz; basalto, granito, el mármol de Cerro Azul, Guayas. Al dialogar con su ser se aprecia el sentido de la obra, la dualidad de la suave estela de luz y lo agreste, la textura, la materia.

“Ahí están la esencia, el vacío que es el todo, quizá porque lo abarca todo y a la vez nada”, dice Luis, y se adentra en el bosque pétreo.

Otros detalles

Martha García dice que Luis es sensible y perseverante. La obra: abstracta, de sentidos.

Isaac (21 años), Inti (18), Luis Andrés (16), y Samy (10), que sigue sus pasos, son los hijos.