Sin conocimiento previo sobre Cindy Sherman, pasar las hojas del catálogo o, para los afortunados, visitar una de sus muestras, consiste primero en ver retratos. Son un poco raros, inquietantes: mujeres maquilladas en forma burda, amas de casa despeinadas, damas de alta sociedad con pantuflas de bajo costo, pastiches de obras del Renacimiento. Luego viene la revelación: es una misma modelo en todas las fotos, se dice el espectador, contento de su descubrimiento.
Luego se da cuenta de que la modelo es además la dueña de toda esta obra, la fotógrafa, la maquilladora, la vestuarista, la mujer orquesta que se elige a sí misma para no trabajar con nadie. Porque le da vergüenza, dice. Todo eso se puede ver en el libro ‘Cindy Sherman’, de La Fábrica Editorial, de Eva Respini con artículos de Johanna Burton y John Waters (La Fábrica Editorial, 2012) publicado en paralelo a la retrospectiva en el Museum of Modern Art de Nueva York (MoMA).
Cindy Sherman nació en Glen Ridge, Nueva Jersey, en 1954, y creció en los barrios residenciales de la clase media de Long Island. Graduada en arte en la Universidad (porque no le iba demasiado bien en fotografía), la ambigüedad la define y tiñe su trabajo, por lo tanto si se pudiera resumir su extensísima obra en una impresión, sería el déjavu: la imagen es una vaga alusión a una película, una pintura, una celebridad, una tía abuela o una desconocida que siempre nos encontramos en el supermercado.
Y es ahí donde la misión de esta fotógrafa se cumple: nunca es alguien en especial, son estereotipos. Está bien parada para representarlo, ya que pertenece a la primera generación de estadounidenses que se criaron con la televisión. Muchos se preguntan cómo y quién es la verdadera Cindy Sherman, pero es justamente ese omnipresente anonimato el que distingue su obra, una recolección de máscaras vivientes que niegan el autorretrato. Si se reconoce en alguna foto gracias a un espejo que coloca cerca de la cámara, la descarta en forma automática.