“Usted es la única que se interesa por mis libros”, le había dicho el escritor Juan Valdano a Mónica Varea, dueña de la librería Rayuela, según publicó en su muro de Facebook al enterarse de la muerte de este escritor cuencano, el 2 de agosto pasado. Quizá sea una exageración de Valdano, pero es resultado de un síntoma de lo que pasa en la cultura ecuatoriana.
No se puede decir que su muerte pasó desapercibida; los medios hablaron de él y de su trabajo, pero en cualquier país que se precie de tener escritores y pensadores de su talla, ganador del Premio Nacional Eugenio Espejo por una vida de constante aportación a las letras, habría sido al menos un tema nacional. Tiene más de 35 libros publicados en los que mostró su preocupación por la identidad, la literatura y el pensamiento nacionales. Se trataba de un escritor moderno: ejercía la crítica.
Merecía algo más que el estéril retuit del Ministerio de Cultura y Patrimonio, con parte mortuorio y citando a su principal, María Elena Machuca, que destacaba a Valdano por “tejer puentes hacia la historia y abrió las puertas de la fantasía”. Un lugar común cuando hay que decir algo de un escritor. Súmele el convenido “Luto en las letras ecuatorianas” y “honrar al narrador leyendo sus textos”, para que puede darse uno por satisfecho.
Ese mismo 2 de agosto del 2021, mereció más atención del Ministerio en mención la medalla de plata en pesas de Tamara Salazar en los Juegos Olímpicos de Tokio. Y aclaremos: esos triunfos llenan de vida a un país. Solo es una cuestión de perspectiva y de sentido de la pertinencia. Al menos se debió realizar un esfuerzo mayor, aunque sea un comunicado, para creer -inútilmente- que al Estado le importa la cultura.
Es una perspectiva que hace pensar en el lugar que ocupan la literatura y los escritores en el país. Valdano ha sido ganador de varios premios, tres veces el Joaquín Gallegos Lara. Fue un destacado ensayista. De hecho, fue profesor de Ensayo Latinoamericano en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.
Le preocupaba como germen de las ideas y como un género que tuvo épocas doradas en América Latina y que ha ido perdiendo terreno ante la invasión de esos bodoques académicos. Le interesaba el tema generacional, el mirarse y mirarnos como una nación, el papel de los intelectuales…
Al menos dos de sus novelas son parte de esa ilustración. ‘El fuego y la sombra’ (2001) y, sobre todo, ‘Mientras llega el día’, publicado en 1990, que Valdano escribió entre 1985-1988. Esta novela histórica aborda el período de la matanza de los próceres del 10 de Agosto de 1809, los días previos al episodio del martirio nacional del 2 de Agosto de 1810.
Toda revolución requiere de un martirio, aunque muchos duden de que se tratara de una verdadera revolución. Es algo, para bien o para mal, con lo que los ecuatorianos nos hemos criado. En las salidas escolares al centro histórico de Quito, dos imágenes traumatizaban a los niños: el infierno de La Compañía y la masacre de los próceres en el Museo Mena Caamaño: la hija que ruega por la vida de su padre, mientras más allá un realista mata a un prócer. Es la imagen de los que mueren por un ideal.
Dicen por ahí que la literatura cuenta la historia que la historia no cuenta. Y una buena novela histórica ayuda a comprender la contemporaneidad. Y eso es algo que ocurre con ‘Mientras llega el día’, un título de por sí fascinante. Lo que le ocurría a la sociedad quiteña de aquellos años puede ser que esté pasando ahora.
En su trabajo ‘La independencia en tres novelas andinas’, Gloria Riera Rodríguez, destaca el tema del mestizaje en ‘Mientras llega el día’. El protagonista es un intelectual, Pedro Matías Ampudia, un profesor que inspiró los ideales libertarios en los quiteños, un mestizo, discípulo de Eugenio Espejo. La novela tiene esa tensión étnica de lo chapetón, lo criollo, lo mestizo, lo indígena y lo negro. La élite nacida en esta tierra tiene una posición ambigua: se une o se separa según su conveniencia. Los mestizos tienen sus temores; los indígenas se desencantan porque no son tomados en cuenta y saben que su martirio se mantendrá en los siglos por venir.
Hay una sensación de derrota ante la fuerzas de ocupación y la captura de los líderes de la Primera Junta de Gobierno Soberana de Quito, pero también el coraje de lo popular que prioriza la acción más que la idea. Es el hartazgo ante la figura caduca del Presidente de la Audiencia y ante una Iglesia mayormente corrupta, pero que también tiene un cura libertario…
Se trata una revolución de las ideas, razón por la cual está condenada al fracaso.
“¿Es esto el heroísmo, profesor- pregunta Quintanilla, apegando la frente al muro.
“No lo sé. Tal vez.
“Si esto resulta ser el heroísmo, es, desde luego, algo muy triste”, se lee en uno de los momentos más intensos de la obra.
Es una crítica -y leída con ojos contemporáneos- a la lamentable situación educativa e intelectual. Se puede decir que es un pueblo amante de la ignorancia. “En esta ciudad (…) el buen juicio ha descendido de tal manera que triunfa un ignorante con tal que posea suficiente dosis de audacia y nos impresione con la broma oportuna, la burla lisonjera, el chiste ingenioso. El vulgo no aplaude al sabio sino al charlatán. No admira al santo sino al hipócrita (…) No me cansaré de repetir que vivimos en la más crasa ignorancia, en la barbarie más absoluta”, dice Eugenio Espejo, quizás el prohombre de la historia ecuatoriana ante esta posible carga pesada de no solo no abrirse al mundo, sino el no dar el lugar que se merecen las personas de letras, como es el caso de Juan Valdano.