La búsqueda de una autenticidad asentada en lo local ha marcado la carrera del actor guayaquileño Andrés Crespo. Es uno de los rostros habituales en el cine ecuatoriano de los últimos años y ha refrendado su talento en producciones internacionales. El también cineasta y guionista repasa algunas de las claves de su vida.
¿Cómo es la vida de un guayaquileño en Tokio?
Los abismos culturales son tremendos. Y no estoy muy seguro de entender el espíritu o la idiosincrasia japonesa. Pero a mí me llevó a tener otra perspectiva sobre nuestra cultura. Viví un año en Tokio, en mi adolescencia, porque mi padre (Andrés Crespo Reinberg) fue diplomático del gobierno de Jaime Roldós.
No me lo imagino a usted hablando japonés…
Hablaba fluido. Ahorita tampoco me imagino hablando japonés, la verdad (ríe). El estar lejos ese año ahondó mi fascinación por Guayaquil, regresé a la ciudad a tratar de entender mi lugar de origen y a disfrutarlo desde todos los ángulos que podía.
¿Por cómo suele describir a la ciudad, existe una relación de amor-odio con Guayaquil?
Sin duda. Un amor completo no puede ser idolatría ciega, tienes que aceptar fallas. Si idolatras a alguien no creo que lo ames de verdad.
¿Qué ama y odia de la ciudad?
Lo que más me gusta es la inmediatez que tiene la gente, la velocidad de respuesta. Los guayaquileños son un poco orientales en ese sentido, como zen, viviendo el presente de una forma más bien violenta. Lo que menos me gusta es cierta falta de empatía, una baja conciencia del otro. Es una ciudad altamente individualista, y eso lo valoro mucho, pero funciona también en contra. Guayaquil aún sigue en la búsqueda de su identidad.
¿Qué significa eso?
Significa que tiene que avanzar a una etapa de madurez. Tiene miedo al cambio, no se atreve política o socialmente a llegar a su máximo potencial. Guayaquil tiene que seguir creciendo en la búsqueda de sí misma.
¿La vena y el gusto por la política le viene entonces de su padre?
Supongo que sí, crecí viendo a mi papá sumergido en el avatar y la lucha política. Me gusta, tiene una combatividad que va mucho con mi espíritu. Comento (en diferentes plataformas) la realidad nacional, aunque solo puedo referirme a ella de manera ácida y descarnada. Ya no sabes qué esperar, es una sorpresa tras otra. Trato de ser autocrítico, me parece que así somos: una sociedad corrupta y no me quedo afuera de esa ecuación. Pero lo que más me molesta es la hipocresía y la destrucción de toda una estructura social a través de la corrupción.
¿Cree que el artista debe tomar partido en política?
Me parece que el artista tiene una responsabilidad política importante. Y si es honesto y trabaja de una manera no panfletaria, de acuerdo a lo que dicta su interior, su política personal se va a ver plasmada en su obra.
¿Ser guayaquileño del modo en que usted lo es, consiste en practicar un carácter?
Ser guayaquileño de este modo (como lo puede ser el viejo Napo, Héctor Napolitano), no es solo la forma de ser, sino la práctica de esa forma de ser. Es como la puesta en escena de un carácter, hay algo de histriónico que es muy interesante y muy agradable.
Usted se encontró a sí mismo a través de la ciudad ¿Por qué cree que es tan importante la búsqueda de la identidad?
Es importante en términos de transformación. El sentido de encontrar la identidad no es practicarla desde el chauvinismo, el localismo o la xenofobia. La identidad sirve para descubrir cuánto más puedes crecer.
Comenzó usted como un actor natural, ¿qué tanto de espontáneo sigue teniendo?
No he conocido otra forma que no sea la espontaneidad, mantengo la misma línea: simplemente estar listo, estar presente, entender lo que está pasando… He probado otros caminos. Hace poco rodé una película que se llama ‘El rezador’, donde trabajé con Tito Jara y Raúl Teba, y practiqué un personaje un poco más estilizado. Pero aún tengo que ver la película.
¿Qué le dice a quienes piensan que usted siempre se interpreta a sí mismo?
Es mi objetivo. No puedo tomarlo como una crítica, quizás como una incomprensión. Si alguien dice que yo no investigo al personaje, que no tengo una búsqueda con respecto a quien es esa persona, tiene toda la razón porque eso no es lo que estoy tratando de hacer. Lo que estoy intentando es ser yo mismo en la piel de otra persona. Le meto todo mi corazón y de verdad termino exhausto.
Pero la figura del propio Andrés Crespo está rodeada de cierta ambigüedad, apariencia o impostura, uno no sabe bien quién es…
Me alegro mucho que así sea. La identidad es también una creación. Trato de construirme todos los días entendiendo mis afectos y por eso es que Guayaquil es tan importante. No tuve muchos dolores de chico, mis padres eran gente muy bella. Entonces, mi estructura personal, mi idiosincrasia, se centra en mis experiencias en la calle desde la adolescencia. Y Guayaquil es lo único que tengo.
¿Es decir, eligió la calle como una suerte de ‘trauma’ personal?
Tienes toda la razón. Las decisiones que tomé en mi adolescencia fueron muy radicales y me llevaron a que la calle sea mi único trauma, pero también mi asidero. Luego vino la búsqueda del arte. A los 25 años cuando comencé a intentar escribir guiones creo que mi vida cobró sentido.
¿El tema es que ese carácter criollo puede brindar muchos matices para la actuación?
Ese mismo carácter se puede modular en tono y volumen. Es la forma de llevar adelante un personaje, es una cosa energética. Y yo soy el uno y el otro, en la mañana puedo ser el ingenuo de Blanquito (‘Pescador’) y en la madrugada puedo parecerme más al abogado Terán (que trafica tierras en ‘Sin muertos no hay Carnaval’).