Desde que los liberales del siglo XVIII inventaron la democracia moderna, tres grandes fenómenos han sobrevenido y han provocado su profunda deformación: la sociedad de masas, la propaganda y la perversión que generan los capitales electorales. Después de semejantes eventos, el sistema es irreconocible, al menos frente a lo que propusieron los ideólogos de la República, sueño del que quedan apenas dramáticos escombros que gesticulan entre el drama y el circo.
Aquella democracia estuvo concebida para sociedades más bien pequeñas, con poblaciones estructuradas en torno a elites dirigentes y a las que se podÃa enviar mensajes casi coloquiales. Entonces, funcionaba bastante bien el sistema de representación, y los gobernantes y legisladores eran genuinos mandatarios, sus encargos era claros, sus responsabilidades definidas y sus tareas concretas. Las posibilidades de que los encargos polÃticos se diluyan, suplanten o tergiversen eran escasos. El pueblo no era una ficción, era un hecho. Las elecciones eran opciones racionales, y el voto, un ejercicio de soberanÃa.
En aquella democracia -la que soñaron los liberales- la propaganda y el marketing no existÃan. No habÃa nacido Joseph Goebbels. Dirigentes y creyentes pensaban que sus nexos debÃan ser transparentes y lineales y que estaban vinculados con la verdad. Pensaban esos padres ingenuos que el discurso polÃtico excluÃa a la demagogia, que ya habÃa sido descalificada en los tiempos de la Grecia antigua. No se practicaba el venenoso aserto de que una mentira repetida mil veces se convertÃa en verdad. HabÃa una sola agenda, aquella por la que se votaba, y que servÃa además para gobernar. Aún no se les ocurrÃa a los publicistas vender sonrisas y ademanes, ni habÃa nacido la idea de que a la población se la podÃa manipular como al mercado, ni que habÃa una oferta de felicidad que operaba en función de la demanda de sumisiones, obediencias escondidas y miedos inducidos.
En aquella ilusión bucólica aún no se sospechaba que la futura democracia dependerÃa del dinero. No habÃa ni idea de que el sistema funcionarÃa en torno a enormes capitales, o a inversiones polÃticas que redituarÃan como cualquier otra colocación de fondos. No. El concepto de la empresa electoral aún no nacÃa. Se pensaba que llegar al poder era resultado del esfuerzo por convencer, por capturar ilusiones y traducirlas en propuestas posibles. No era, pues, asunto de más compromisos que los que el candidato entablaba con la gente en el bis a bis de los discursos. No era problema de millones, era tema de talento.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. Y hoy, de ese sistema apenas queda el nombre, la caricatura. Queda la masificación, el populismo y la propaganda. Queda la fatiga de vivir acosados por la perpetua campaña electoral.