Conocí a Leonard Cohen con mucho retraso, cuando a mi hijo adolescente le dio por escucharlo todo el tiempo hace unos 10 años. Cantautor donde los hay, hace un par de semanas le concedieron el Príncipe de Asturias de poesía. En este mundo audiovisual, si no era por la guitarra nunca hubiera llegado tan lejos como poeta, no por falta de calidad, sino de difusión. La noche de los galardones, con voz carrasposa y seductora, improvisó una confesión: “La poesía viene de un lugar que nadie controla, nadie conquista. Es difícil aceptar el premio por una actividad que yo no controlo”.
No solo los poetas han reconocido esa voz interior; también los músicos, los locos, los místicos, incluso los pintores. Guayasamín declaraba que “solamente un veinte por ciento de la obra es controlada, el ochenta por ciento es completamente diferente… hay una fuerza interior de milenios que surge en los cuadros sin que yo pueda tener un control sobre ello, y cuando pinto soy completamente otra persona”.
La gran pregunta es de dónde proviene esa voz. Para Guayasamín, es la fuerza milenaria de la raza indígena que se prolonga a través de él; para un creyente, es la voz de Dios que habla a través de sus profetas; para un psicoanalista sería una de las funciones del inconsciente y puede ser vista como una alucinación. Cierta ocasión un periodista preguntó a John Nash, el genio esquizofrénico de ‘Una mente brillante’ que profundizó la Teoría de los Juegos, por qué un hombre tan inteligente como él pudo dar créditos a ideas tan disparatadas como las de esa conspiración que vemos en la película. Nash, que en la realidad no sufría de alucinaciones visuales sino auditivas, respondió que esas voces provenían del mismo sitio de donde vino la genial teoría, ¿cómo podía discernir que eran falsas?
Dejando de lado a los charlatanes que engañan conscientemente a sus fieles diciéndose portadores de mensajes del más allá, es aterrador pensar que la genialidad o la revelación estética manen de la misma fuente inconsciente que la locura y la idiotez, y puedan confundirse y confundirnos, porque el mundo está lleno de iluminados, sobre todo en las finanzas y la política donde influyen en el pensamiento y el destino de millones de seres humanos.
Tenemos tantos miedos disimulados y es tal la necesidad de creer que damos crédito a las alucinaciones más pintorescas, propias o ajenas, buenas o malas. La guitarra, el púlpito, la tarima, amplifican esa comunicación, a veces de una belleza desolada como los versos de Cohen; otras, devastadora como el delirio del Tercer Reich o el suicidio colectivo de 900 seguidores de Jim Jones en Guyana, en 1978. Pero la aventura de la especie humana siempre se ha jugado en ese borde impreciso entre razón y delirio, donde nadie garantiza nada.