Eso de tumbar estatuas en esta hora exasperada de la pandemia, cuando el mundo está cambiando a ojos vista, es un brusco ajuste de cuentas con la Historia. Un asesinato simbólico de personajes detestados por diversas causas; puesta en escena que puede ser indispensable, incluso benéfica en la medida en que produce la catarsis colectiva, pero que a veces acaba mal: se empieza destruyendo símbolos y quemando libros y se termina colgando de los postes a los opositores.
Desde que hay registro los humanos andamos erigiendo y derribando estatuas, físicas y mentales. Hoy como ayer, cualquier enardecido hijo de vecino se para en la plaza sobre una jaba de cerveza y grita que el mundo está lleno de ídolos falsos, desde los de carne y hueso (que son los peores) hasta los ídolos virtuales, pasando por esos jinetes de bronce que despiertan la ira de las manifestaciones antirracistas.
¿Pero quién define lo verdadero y lo falso? Más simple aún: ¿cuáles héroes son buenos y cuáles son vistos como malos en cada época? El debate es clave, pues nos remite a los grandes interrogantes: ¿quiénes somos?, ¿quiénes fuimos?, ¿qué idea de país tenemos?, ¿cómo queremos vernos? Demandas sobre la identidad que conducen a un cliché ineludible: la Historia la escriben los vencedores.
Los cuestionamientos a ese relato se agudizan en momentos de crisis y estallido social, de guerras civiles y revoluciones que hacen borrón y cuenta nueva. Así, los españoles derribaron todas las estatuas del genocida Francisco Franco y terminaron expulsando sus cenizas del Valle de los Caídos. En la Unión Soviética, en cambio, pasaron décadas limpiándose de Stalin hasta que el nuevo zar, Vladimir Putin, volvió a subir a los altares al peor genocida del siglo XX, quien mandaba asesinar a sus colaboradores caídos en desgracia y luego los hacía borrar de las fotos oficiales dejando huecos en la fila, tal como los rebeldes dejan pedestales vacíos en los espacios públicos.
O en las fachadas de algunas iglesias mexicanas, donde las figuras descabezadas de los santos rinden testimonio de la Revolución y la guerra de los cristeros, al tiempo que AMLO, ese populista amodorrado e ineficiente, exige a España que se disculpe por la Conquista. Por su lado, el rey Felipe pide a los gringos que no se carguen a próceres como el franciscano Junípero Serra de las misiones de California.
Así fue y así será: quien corre peligro en Quito es el sanguinario Sebastián de Benalcázar: si los mariateguistas, por ejemplo, llegaran a Carondelet, no duraría 24 horas en pie. Otro blanco de moda es Cristóbal Colón, “agente del capitalismo mercantilista”, pero en Cuenca les duele más el cruel Atahualpa que ordenó exterminarlos y no pocos guayaquileños incluirían al Bolívar que “los usurpó”, o al Che que les impuso el prófugo. Todo depende del poder de turno.