Nunca vi la película de Manuel Calisto ni pude apreciar sus capacidades teatrales, pero me enteré de su muerte con el mismo pesar que el resto de quiteños y ecuatorianos. Se trató, según confesión de un jefe policial, de esas muertes que causan “conmoción social”, y a eso quizás se debió el despliegue de seguridad que se vio en las calles del norte de Quito en las horas posteriores al asesinato, la tarde del martes.
Hay, sin embargo, otras muertes que parecen ya no conmover, como la de aquella mujer que el pasado fin de semana (cuando ocurrieron 14 muertes violentas en 3 ciudades) fue usada como escudo humano en Guayaquil; la de un profesor en Santo Domingo por defender a una compañera de trabajo de un robo el miércoles, o los dos nuevos ataques en el norte y el sur de Quito con características de sicariato, ocurridos entre el jueves y el viernes.
Mientras las formas del delito cambiaron, la explicación de la “percepción” azuzada por los medios se quedó corta y la invocación presidencial de que es preferible perder las cosas antes que la vida ya no alcanza para estar a salvo, pues la delincuencia se volvió más violenta, actúa con más impunidad y en muchos casos es más organizada.
La ilusión de seguridad que brinda el poder después de muertes como las de Manuel Calisto, si bien demuestra que hay recursos policiales –humanos y físicos- para patrullar las calles de Quito, en cambio deja muchas interrogantes. La primera es por qué no se hace este tipo de despliegue permanentemente, y la segunda es por qué, si existen tales recursos, la delincuencia sigue tan campante.
Y las respuestas son muchas. En primer lugar, es notorio que la autoridad responsable de la seguridad está más preocupada por influir sobre la justicia, como quedó demostrado cuando un juez denunció que recibió presiones del ministro José Serrano en el caso Carrión, y quien sigue trabajando en la teoría del golpe del 30-S, en lugar de buscar soluciones contra la delincuencia.
Luego, resulta muy grave que se siga minimizando el problema; que se venda la idea de que es un asunto que puede ser resuelto solo por una autoridad a la cual hay que darle más poder, y que se siga rompiendo el poco tejido social que queda. El Alcalde de Quito se queja de falta de solidaridad de los ciudadanos, pero no se puede esperar mucho más cuando el modelo político está basado en el enfrentamiento entre buenos y malos.
Por eso, pese a tener todos los recursos (económicos, físicos, políticos), el Gobierno -y con él nosotros- está perdiendo la batalla contra el delito. Solo una sociedad consciente del problema, que sepa que debe poner su parte dentro de un pacto social mínimo contra la delincuencia, podrá salir adelante. Si prácticamente el delito ya ha afectado a todas las familias, es posible que sea muy tarde para reaccionar cuando sus formas más violentas nos toquen a todos.