La palabra que no hace concesiones, la verdadera y sabia, culmen de la creación, es la de la poesía. Por desgracia, -lo dice un experimentado editor- la poesía no se lee; no da dinero. ¿Hacemos como si no existiera?
Pero…, ‘Arma cargada de futuro’ lo dice Celaya, a la que aspirar como ideal: “Tal es, arma cargada de futuro expansivo / con que te apunto al pecho. / Es algo como el aire que todos respiramos / y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos. / Son palabras que todos repetimos sintiendo / como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. / Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. / Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos’.
Toda palabra, aun la que opina sobre temas que exaltan o abruman nuestra cotidianidad, puede y debe anhelar la perfección, aunque la realidad nos obligue a hurgar con ella en los intersticios del poder corruptor, en los de aspiraciones torpes. Tal es el caso, hoy, de mujeres talentosas empeñadas en mostrar que somos las ‘olvidadas de la palabra’, que el español es, por poco, ‘masculino’ y las academias, culpables de nuestra ausencia. ¿Nuestros propios vacíos pueden colmarse con o/a, a/o?
Como mujer, no me daña sentirme incluida desde antiguo en el concepto ‘hombre’, una de cuyas definiciones clásicas enuncia: ‘el hombre es animal racional’. Aserto tan viejo como la más alta filosofía, que establece la ‘diferencia específica’ de la condición humana, –la racionalidad- respecto de la de los demás animales superiores. Que no resulte que, por influencia de la malhadada misión que nos empeñamos en dar al género gramatical de expresar el sexo, yo, mujer, no sea animal ni racional ni hablante ni capaz, porque no encuentro en ‘animal, hablante, capaz o racional’ el femenino que demostraría, sine qua non, mi condición de mujer. Pero me empeño en seguir sintiéndome aludida en estas viejas definiciones cargadas de sentido, de modo tal, que den significado a mi propia vida. Otra cosa es que, a lo largo de los siglos, el hombre –es decir, mujer y hombre- haya sido incapaz de colmar de bien el bello y buen universo.
Pero hay batallas tremendas, legítimas, que hemos de trabar a diario, en todas partes; puertas adentro, en cuartos humildes, humildísimos; en viviendas modestas o en ámbitos de lujo; en escuelas, colegios y universidades; en calles, plazas, parques, medios de transporte. Es el tema horrendo de la violencia contra la mujer que se justifica y nos lleva incluso a la muerte, en la interpretación que pueblos enteros se empeñan en dar a ciertas religiones.
¿Desde dónde luchar contra tamaña y consistente desgracia? Pues desde la educación, único ámbito en el que se nos garantizan el triunfo o el desamparo; para ella pedimos, desesperadamente, el lugar prominente que ha de ocupar en toda sociedad y que en la nuestra, ¡inmenso desaliento!, no conoce lugar, ni tiempo, ni empeño ni esfuerzo reales: descuidada, descentrada, improvisada… ¡Y no exagero! ‘Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos’.