Caminar por calles y callejuelas de grandes, antiguas, hermosas ciudades; ir por parques otoñales de hojas doradas y rojas; atravesar los puentes magníficos con magníficas esculturas, sobre ríos de nombres históricos: Danubio, Isar, Moldava… Ir a tu ritmo, sin apuro ni angustia, porque solo tienes que mirar: nadie te apremia, nada te exige. Dueña de tu tiempo, eres tú sin pensar en ti, que es lo mejor que nos puede pasar.
Volverá la rutina con sus exigencias, y esos días serán melancólico recuerdo… ¿Cómo no agradecer nuestro camino, a los zapatos deportivos que, cuando aparecieron nos parecían feísimos, y hoy se adhieren a nuestros pies como una nueva y protectora piel?
Mi madre, perfeccionista hasta la médula, postuló que mi tendencia infantil a mantenerme de pie con las piernas cruzadas una sobre la otra, y a caminar con las puntas de los pies hacia dentro, se corregiría con botines, lo más parecido a zapatos ortopédicos que en Cuenca no existían. Los recuerdo aún: negros o blancos, cerrados con hebillas metálicas, sujetaban íntegramente mis pies, hasta el tobillo. Las primas de la misma edad tenían zapatos-zapatos, que terminaban por detrás en lo alto del talón y, por delante, apenas llegaban al empeine.
Ya en Quito, en segundo grado en el colegio de Rumipamba, mamá decidió que era hora de comprarme zapatos. Calero abría de lunes a viernes, y, para empezar la semana con la ilusión cumplida, un lunes de mañana me compró unos zapatos ‘suaves’, abiertos, en nada comparables a los desoladores botines. En la alegría indecible de la novedad, feliz con los zapatos blancos sujetos con una correa ligera, no me quedé en el recreo: subí a la clase donde estaría la madre Cecilia, mi profesora, corrigiendo cuadernos y pintando en cada uno un árbol con tronco, hojas y frutos, que representaban, respectivamente, el sustantivo, el adjetivo, quizá un adverbio…
Sonaban mis pasos en el entablado del pasillo, como anunciando mis zapatos nuevos. Solemne, orgullosa, feliz, llegué al aula donde la monja esperaba a que terminara el recreo, y me acerqué al tablado no muy alto sobre el cual, ante una mesa, se hallaba sor Cecilia, para explicarle el porqué de mi atraso: -Madre, dice mamá que me disculpe por haber llegado tarde: fuimos… -¡Sí!, me interrumpió, mirándome de pies a cabeza. Ya veo: fueron a comprar esos zapatos grandes y horribles que hacen tanto ruido. ¡Váyase, niña; espere afuera a que acabe el recreo¡ (Al salir, no eludí producir el mismo, inevitable ruido).
No recuerdo haberme sentido ofendida por el arranque de la religiosa, ni haber sentido nostalgia de los familiares botines, ni evoco aquel momento como un instante infeliz. Repercuten en mí el ruido amable y el grato olor a cuero de mis primeros zapatos, que me liberaron para siempre de los botines, tal como me iba liberando por nadie sabe qué gracia, de la opinión falaz de la monja atrabiliaria que nunca consiguió malograr mis momentos de felicidad.