Inmolación, cardenal Cipriani, es palabra demasiado grande aplicada al suicidio del señor García, expresidente del Perú. Inmolarse habría sido dejar actuar a la justicia: dar ejemplo ante los tribunales de la honradez de que él presume en su póstuma carta prosaica, trivial, llena de orgullo, rabia y venganza, no contra sus ‘enemigos’, como lo pretendía, sino contra jueces y fiscales que, ejemplarmente, intentan cumplir con su deber ante evidencias ineludibles de corrupción. Ya en su primer mandato -1985-90- estrenó su capacidad de huida. Empobrecido el Perú, conocidas las matanzas de Accomarca y Cayara, (G. Weiner, ‘El llulla presidente’), supo escapar y evitó ser juzgado. Le falló su último intento ante Uruguay, pues Tabaré Vázquez, al considerar que García ‘no era un perseguido político’, le denegó el asilo. Hoy, cuando en el Perú empieza a funcionar la justicia tan escasa en nuestros países, (¡que sigamos su ejemplo!), García, una vez más, escapó con este acto de elusión definitiva. Lo dijo y lo hizo: prefirió el suicidio al ‘circo’. ¡Burda burla! Otra más.
Hace algunos años, cuando los acontecimientos me golpearon con su abrumadora realidad, escribí, casi perdida mi fe en que la vida tuviera sentido: “Enfrentar la muerte de alguien que por su edad y circunstancias familiares compartió con nuestros hijos los ‘claros días de la infancia’, las inquietudes de la juventud y sus sueños; que amó la misma música, que tuvo los mismos amigos y todavía habría tenido tanto por hacer, decidir y soñar; enfrentar una muerte tan inesperada es doblemente cruel por su sabor a injusticia, porque en lugar de haber sido la culminación de una vida vivida, es una partida que deja adivinar la soledad en que él vivió sumido, la desgracia inescrutable, y nuestra incapacidad de ayudar, comprender y consolar. Pero sucede que el estilo de vida que, conscientemente o no, la mayoría de nosotros aceptamos y cultivamos es una especie de fábrica de olvido, de ceguera de lo esencial, de prescindencia de lo que nos hace sufrir, de cuanto nos incomoda…, aunque de repente, la realidad nos golpee, para siempre, en pleno rostro”. ¡Cuántas miradas distintas sobre la muerte!: se acepta la propia partida sin luz alguna que oponer a la soledad o se la busca como una liberación; los más, prescindimos de la idea del aniquilamiento; otros se liberan en la fe y la oración. Así fue, así es.
Esa partida amarga y en silencio que tanto nos dolió y que sigue inquiriéndonos, choca con la de este otro suicida impertérrito y vengativo: suicidio construido para el público, no para el silencio. El mundo asiste, ¿atónito, dolido?; ¿aliviado, confuso?, a esta muerte que alumbra una carta póstuma donde en tercera persona vienen estas palabras secas, duras, vanidosas: ‘antes que desfilar esposados guardando su miserable existencia, como lo harán otros, Alan García no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos’. Y el colofón de la carta no puede ser más estúpido y amargo: ‘les dejo mi cadáver como una muestra de desprecio a mis adversarios porque ya cumplí la misión que me impuse’. ¿Cuál?: ‘La del desprecio a la justicia a la que siempre ultrajé’, debió escribir.