El jefe de gabinete de Argentina, Jorge Capitanich, rompió a inicios de mes dos hojas de un diario impreso frente a las cámaras, lo que de inmediato generó comparaciones con el presidente Rafael Correa, quien ha destruido no hojas sino diarios enteros ya seis veces. Se trata de una escena teatral violenta, igual que el guión y los gestos que la acompañan.
En nuestro país no hemos llegado a esos niveles de violencia y barbarie, fue el comentario que, palabras más o menos, hizo al respecto un conocido conductor de la radio chilena Bío Bío.
Mientras, en Argentina observadores de diversa tendencia levantaron una ola de críticas contra Capitanich. En ambos países, Correa fue recordado y no precisamente con alabanzas.
El funcionario argentino rompió hojas de Clarín que aludían al caso de la oscura muerte del fiscal que investigó el atentado contra la AMIA de 1994 y en el que mencionó como posible encubridora a la presidenta Cristina Fernández. El tema es una papa caliente para el Gobierno de ese país, ya duramente golpeado por denuncias de corrupción.
Para rebatir al diario, lo mejor que se le ocurrió a Capitanich fue emular a Correa. El primero dijo “hay que hacer esto” con las notas de prensa falsas y procedió a hacerlas trizas, mientras el segundo ha hecho lo mismo en medio de la algarabía de sus seguidores.
Más allá del acentuado rechazo que Correa tiene hacia los medios privados y de los cuestionamientos no de una, sino de varias organizaciones internacionales sobre la libertad de expresión en el país, el mensaje que se proyecta al público al romper diarios es de indignación, descontrol y franca violencia contra la información u opinión que no se comparte.
Aunque es una obviedad, hay que recordarlo: la ciudadanía y la cultura política se construyen desde múltiples frentes y de su densidad depende la convivencia entre distintas tendencias y opiniones. Una vertiente es el ejemplo que dan funcionarios de Estado.
Romper un diario no parece una contribución plausible, aunque claro, habrá quien lo vea como una cuestión de hombría o dignidad. Así lo veían también algunos durante las purgas estalinistas, nazis o de las dictaduras del Cono Sur, cuando se incautaban y quemaban libros que contenían supuestas mentiras o ideas desviadas, mientras los diarios desaparecían o eran cooptados por los seguidores del líder del momento.
Para el radiodifusor chileno, romper un diario es un acto de violento e intolerante. Claro, en su país los políticos de diverso signo no dudan en compartir la sal y algunos hasta la amistad. Además, a ninguno de los presidentes democráticos de las últimas décadas en Chile se le ocurrió romper un diario, insultar a la prensa, cuestionar una caricatura, realizar una y otra vez cadenas nacionales o interrumpir periódicamente programas para exponer “su” verdad. Por suerte no hemos llegado a ese punto, dijo con alivio el comunicador.
Columnista invitado