Hace un par de semanas escribí una columna titulada ‘El complejo adánico’. Merece que ahora complemente lo dicho con una segunda entrega que comienza donde coloqué el punto final de la anterior. Pero antes recapitulemos.
El complejo adánico es uno de los pilares que sostiene la ideología revolucionaria del correísmo. Se basa en la negación total del pasado, en la idea de que, antes de Correa, nada existía o que estaba mal. Ante ello, la única salida es la refundación de la patria, la reinvención de todo, arrasando con personas, instituciones, ideas que se pongan en el camino. La refundación, empero, requiere de una revolución y la revolución de un líder, de un Adán, de un caudillo. El complejo adánico se cierra con la idea de que hacer de nuevo un país es tan difícil y complejo que todos los errores del presente (ineficiencia, corrupción, improvisación, etc.) son rémoras del pasado o errores disculpables, dada tan gigantesca y épica tarea. Correa es un especialista en disculparse echando la culpa al ayer o endilgando a su pasión por el cambio todo lo que pueda mal hacer. Así, el presente queda plenamente legitimado, sale de la discusión y la crítica, y nos quedamos únicamente con un pasado repudiable y la promesa de un futuro también impalpable.
Sí, toda revolución cierra el futuro; lo hace promesa, lo reduce a unas cuantas fórmulas utópicas. Pero sobre todo lo transforma en incertidumbre y miedo. Y es que al negar radicalmente el pasado, la revolución hace también del futuro un imposible. Las revoluciones son solo presente y legitimación del estatus quo. Lo vemos con claridad en la actual muletilla de la revolución ciudadana: la reelección indefinida. Precisamente, en esta enmienda constitucional se condensa la imagen de un país atrapado entre un pasado al que no se quiere volver y un futuro al que es imposible llegar. Para el correísmo no hubo país antes de Correa ni habrá país después de él. Por ello, es absolutamente indispensable perpetuar a Adán en el poder; como si su tarea refundacional sería eterna, dejando al país suspendido en un presente del que no quieren ni pueden salir.
Muchas veces he escuchado frases que expresan ese miedo y esa incertidumbre frente al país que vendrá después de Correa. La edad y energía de nuestro Adán ha hecho que situemos esa posibilidad en un plazo aún remoto. Pero la idea es que el Ecuador es ingobernable y que la única manera de poner orden es un liderazgo como el de Correa: duro, intolerante, autoritario, casado con alguna versión del bien común. El caudillo es imprescindible. Sin él caeríamos en un dilema fatal: regresar al pasado o caer en el caos. Si a eso se suma la idea que la revolución ciudadana nos heredará una economía en soletas, con un Estado presidencial insaciable, la conclusión es que solo Correa podría gobernarnos y que a él mismo deberían estallarle sus yerros. La reelección indefinida es la foto de una revolución sin futuro; de un país que cerró sus ojos a sus virtudes y potencialidades, y que todos los días reza a un caudillo a la espera de que cuando muera nazca otro.