La tendencia a desvalorizar el pasado ha acentuado la indiferencia o discreta memoria de los 40 años de democracia. El complejo adánico de la década pasada, que por la continua campaña oficial de publicidad vendió la falsa idea de que el país comenzaba con Rafael Correa y tenía nueva partida de nacimiento con él, explica la reticente mirada sobre el periodo más largo de mantenimiento de democracia constitucional, con crisis, altibajos y hasta inocultables remiendos. El talante pesimista de sectores sociales que tienden a considerar todo mal y renegar de lo propio, incide también en aquel mirar elusivo.
Creo que 40 años, con tres Constituciones, 14 presidentes, en ejercicio del poder durante tiempos tan dispares –pocos días, Rosalía Arteaga; más de 10 años, Rafael Correa-, tres mandatarios destituidos, entre otros avatares, pueden, sin embargo, exhibir avances de otra índole, que deben ser aquilatados: la presencia política y social protagónica de grupos antes excluidos, como los indígenas y las mujeres. Su participación ha sido posible también por la supervivencia de esa democracia. Hasta experiencias tan dolorosas como las de la migración que, con la crisis financiera, sobre todo a finales de los noventas del siglo pasado, expulsó a miles de ecuatorianos hacia otros países en busca de trabajo y mejores condiciones de vida, dejó como saldo positivo algunos cambios económicos, sociales, educativos y en la participación política.
Han producido modificaciones significativas la dolarización y la paz con el Perú, que dio fin a un conflicto secular; y en lo social, la ampliación de la cobertura educativa y en los servicios de salud publica y la atención a los sectores más vulnerables con subsidios focalizados como el bono desarrollo humano,
En el saldo en contra, pesa el débil régimen de partidos políticos, la desaparición, fraccionamiento o pérdida de fuerza de los más estructurados y el surgimiento de múltiples movimientos electoralistas, caldo de cultivo para el caudillismo populista y el autoritarismo.
Como se evidencia en estos días, con el escándalo de los “Sobornos 2012-2016”, la abismal desigualdad en el financiamiento de partidos y movimientos generó una trampa que pervirtió los procesos electorales, esenciales para la participación democrática.
En el saldo en rojo, ocupa su hiriente lugar la corrupción. No es una coincidencia que esta se haya desatado en la década anterior, con una democracia exangüe por la concentración del poder en manos del Ejecutivo, la carencia de autoridades de control independientes y una Legislatura que no ejerció sus obligaciones fiscalizadores y sumisa a la disposiciones presidenciales.
La lucha contra la injusticia y la desigualdad social es el reto mayor para cuando se cumpla medio siglo de democracia.