El tema de la reelección es y será el debate central del país en los años venideros. El Ecuador, sin embargo, no se paralizará para tratarlo; por el contrario, muchos temas correrán a la par e, incluso, serán cortina de humo para desviar la atención.
Pero la virtual eliminación de la alternancia, que se consolidaría en el país si se llega a aprobar la reelección indefinida, pondrá en entredicho la existencia del Estado democrático. En ese sentido, y así debemos entenderlo, estamos frente a una decisión que topa lo fundamental del sistema político que nos rige, fundando un estado autoritario, entregado a una sola persona y a un solo grupo; estableciendo un gobierno personalista y faccional, y no uno basado en la Constitución, la ley y las instituciones. Claro retroceso a la política ecuatoriana del siglo XIX.
Por ello, la pregunta a la que realmente nos conduce la propuesta oficialista la propuesta oficialista no es si los ecuatorianos queremos la “continuidad de su proyecto político”, ni siquiera si Correa nos parece un buen o mal presidente. La pregunta que se nos propone es si queremos o no seguir viviendo en democracia. Esta no es una situación novel en sociedades agotadas por problemas crónicos e inestabilidad política, en las que suelen surgir caudillos mesiánicos, salvadores de la patria autoproclamados.
El problema es que ahora, quizá como nunca, existen en el país condiciones inéditas para que avancemos irreversiblemente hacia un modelo retardatario de gobierno, en que el Presidente no solo concentre todos los poderes, intervenga directamente en la justicia y en los organismos de control, disponga de una economía dirigida con un mercado y sociedad sobrerregulados, someta y chantajee a los gobiernos seccionales, no rinda cuentas a nadie, consolide un sistema de control y castigo sobre los medios de comunicación y las organizaciones sociales, ponga en marcha un verdadero estado de propaganda, sino que además tenga todos los recursos a su disposición para reelegirse indefinidamente.
Sería un obvio despropósito seguir llamando a esto democracia.
Con total certeza y honestidad intelectual, podríamos debatir si este régimen político es autoritario, totalitario, despótico, oligárquico, pero de ninguna manera democrático. La democracia es otra cosa y en nada se parece a este remedo de caudillismo decimonónico, con retórica de izquierda, tintes totalitarios, tecnopopulismo y cursilería de la nueva trova.
Un refrito contradictorio que tampoco se parece al proyecto constitucional de Montecristi, que presentó avances importantes en derechos y garantías pero que engendró también el Frankenstein absolutista que hoy se aferra al poder.
¿Queremos vivir en democracia? ¿Creemos aún que los ecuatorianos, con pluralismo, podemos ser dueños de nuestro destino, o estamos dispuestos a entregar el país a un caudillo iluminado para que decida por nosotros hasta que su vanidad y opulencia estallen? Ese es el dilema. Al menos el pueblo debería ser directamente consultado y que el fraude no venga como una enmienda de trastienda.