La humanidad ha sido escenario permanente de la competencia entre el bien y el mal. Su desarrollo científico ha tenido el gran estímulo de las guerras. Las primeras armas usadas, para herir o matar a sus semejantes, eran la piedra, el garrote, el cuchillo, la lanza o la espada; la tecnología bélica sofisticada ha creado, a lo largo del tiempo, una infinidad de instrumentos de destrucción masiva, que pueden aniquilar naciones enteras y hasta desviar al eje rotacional de la tierra y exterminar a todo ser viviente. Todos los continentes han dado cabida a estos sanguinarios combates. Nuestro pequeño país, cercenado en un 50% por un conflicto armado, totalmente desigual e injusto, también se ha convulsionado por revoluciones y guerras.
Los eternos opuestos colocan junto a la destrucción y muerte, causados por las luchas armadas, a la paz y al progreso que han llevado a muchos de los países, arrasados por las guerras, a reconstruirse y transformarse en potencias que lucen cultura, ética y respeto entre seres humanos.
Que lejos está nuestra patria de esas latitudes; la paz, en nuestro medio, es ficticia, le envuelven el irrespeto, la vulgaridad, la ambición desmedida, el culto a la delincuencia, la convivencia con ladrones, criminales y cárteles de la droga; abundan candidatos con enormes deudas tributarias y con antecedentes delincuenciales.
Las redes informáticas están plagadas de expresiones de odio y de un lenguaje soez, propios de lupanares, que son vertidos por gente asalariada, para injuriar a los opositores y a la opinión pública y beneficiar a los prófugos y sentenciados, que les han contratado, para volver al poder que les permitirá alcanzar la restitución de los derechos políticos, que han perdido, por su culpabilidad en una inmensa gama de delitos y defraudaciones.
Nuestro idioma, rico en vocabulario, debe expresar diferencias y contraposiciones de la manera civilizada que acabe con el primitivismo rampante que sepulta a nuestra patria, en el cementerio de la incultura y el salvajismo.