La vida nunca fue fácil en una ciudad fundada sobre riscos de miedo y 182 quebradas igual de opresivas, con la ira de un volcán pendiendo sobre su damero como ave de mal agüero y donde todos los aguaceros parecen diluvios.
No obstante, Quito ha roto las predicciones adversas y ha explotado como canguil hasta ser la metrópoli más poblada del país, con casi 3 millones de personas luchando por vivir y subsistir con decencia y decoro. Lamentablemente, ese crecimiento se descontroló y es la causa directa de sus males actuales y de un futuro incierto.
Esta coyuntura crea un enorme desbalance entre la generación y la demanda de los recursos necesarios, de toda índole. Y ha supuesto el aumento desmesurado de la “pobreza urbana”, uno de los factores más contaminantes que asolan una urbe actual.
Esta pobreza urbana hace que los recursos de la ciudad se dilapiden en búsquedas y soluciones urbanísticas deficientes, mal planificadas y con sobreprecios escandalosos que, al final, terminan por deteriorar los espacios, los servicios urbanos y la calidad de vida de los residentes.
A estos saldos en rojo hay que sumar el hecho de que más del 65% de la población quiteña reside en barrios precarios, con infraestructuras deficientes o inexistentes y donde el cacicazgo y las mafias crecen sin control ni medida.
Según la ONU, esta pobreza es una de las causas por las que se consume más energía y recursos naturales. El ejemplo más cercano es el aluvión del 31 de enero pasado en La Comuna y La Gasca, que costó mucho más (en vidas humanas, dinero, impacto ambiental…) de lo que hubiera demandado un proyecto urbano racional, bien planificado, sustentable y ético.
¿Cómo frenar una hipotética debacle? Con un diseño urbano más eficiente; una vasta red de transporte público inteligente, integral y sostenible; un uso del suelo más racional; con un crecimiento inmobiliario más coherente y humano y con una aplicación más estricta de las ordenanzas municipales y el Código de Arquitectura.