El “placer” se hace presente cuando el ser humano alcanza aquello a lo que aspira (deseo). Luego pasa el hombre al “goce” de la delectación. En el placer y goce sopesa la sensatez, que conduce a una conducta ponderada. En caso el deseo “nos tire atolondradamente hacia el placer, y llegue a predominar en nosotros” esa preeminencia es “desenfreno” (Fedro). Para no caer en tal sinsentido, debe residir en el alma, que en un plano menos místico equivale a la moral y la ética.
Según Platón, el equilibrio obliga a no desechar el placer de una vida prudente, tampoco a excluir de la vida placentera a la razón. Los placeres puros permiten aspirar a la perfección. Los impuros se retratan en el desatino y el vicio. El goce integral requiere de consciencia, inteligencia y opiniones verídicas.
Un ejemplo emblemático de deseo, placer y goce mal entendidos lo ofrece el Marqués de Sade, al defender el derecho de los libertinos a abusar del prójimo sin límites, siendo que “se debe disfrutar del cuerpo del otro tal y como se quiera”. Tan sádica afirmación, en el plano emocional se refleja en el placer que causa “abuso sicológico”. Es el caso – representación gráfica – del orgasmo cruel que al no sustentarse en un deseo “racional”, se convierte en desnuda reiteración apática. Los deseos requieren de restricción responsable, so pena de generar frustraciones.
Para la sicología freudiana, el placer es una sensación agradable percibida por el “yo”, pues permite disminuir la “tensión”. El goce, en seguimiento, es un mantenimiento, que mal guiado incrementa la zozobra. Para nosotros, cuando deseo y placer son malsanos, el consiguiente goce trastoca nuestra paz interior.
En la sociedad moderna – consumista e inhumana – el placer se ha convertido en una “ideología de deseos insatisfechos”. La apetencia de lucro a toda costa, la avaricia, el inmediatismo materialista, la permanente exteriorización de fuerzas entre actores impresentables, la indolencia, sustentan una cultura de placer egoísta para la cual el goce es meracomodidad.