La perversidad es un concepto con varias aristas, desde la crueldad hasta el subjetivismo de los “actos inmorales”. El diccionario de la RAE la define así: “Malignidad, maldad muy grande e intencionada”. En psicología se la considera como una “anomalía del carácter que induce al sujeto, generalmente enfermo, a perjudicar voluntariamente a los demás por impulsos antisociales”.
Es indudable que el espíritu del ser humano, en esencia, ha sido moldeado con las partículas arcillosas del bien y del mal. Al margen de discusiones teológicas o puramente materialistas sobre la creación, el hecho cierto, real e incontrovertible es que todos desarrollamos actitudes que se inclinan, según los tiempos y las condiciones individuales, hacia uno u otro lado. Lo normal para la pacífica convivencia social sería, por supuesto, que pudiéramos mantener un equilibrio que nos permita la supervivencia en un marco de estricto respeto a los derechos de los demás. No haría falta nada más. Sin embargo, esta idea utópica colisiona abruptamente contra nuestra misma naturaleza competitiva, confrontacional, defensiva, reaccionaria, temerosa… Los índices de violencia de la sociedad se han disparado en los últimos años, no sólo en aquellos países considerados normalmente peligrosos, sino también en los que, se pensaba, eran verdaderas tierras prometidas para la convivencia armónica del ser humano.
En nuestro país, salvo el caso de algún despistado que pretendió venderse como el iluminado de las percepciones, es evidente que estamos viviendo una época de agresividad inusitada. Así lo constatamos día a día con los espeluznantes relatos de crímenes como el de Karina del Pozo, cometido además por un grupo de jóvenes sin antecedentes penales, aparentemente sin premeditación, pero con tintes tan macabros que estremecen incluso a una sociedad ávida de crónica roja.
Y como el de Karina hay otros muchos casos que rayan la perversidad hasta el punto en que todos comentamos y opinamos sobre ellos. Incluso se lanzan teorías especulativas sobre una tendencia actual hacia el femicidio o, en general, hacia los delitos de carácter sexual, incluida la aberrante y cada vez más difundida pedofilia, acto pérfido como ninguno que, según parece, ha infectado históricamente a un porcentaje superior a la mitad de los hogares ecuatorianos .
La violencia ha estado aquí desde siempre. Llegó con nosotros y no se irá jamás. Unirse y combatir a la perversión es una tarea encomiable, pero la verdadera batalla se libra en cada uno, a cada paso, sosegando el alma y el cuerpo, alimentándolo de reflexiones y comprensión, subyugando a la ira bajo una sonrisa cuando sea posible, siendo plenamente conscientes de que nuestros instintos más perversos están ahí, latentes, dispuestos a activarse para empezar a gobernar .