En pocos días se han sumado casi tres millones de nuevos refugiados en el mundo. Son los ucranianos que huyen de la invasión de Rusia. Con ellos, en el mundo habría unos 90 millones en esa situación. Perdieron todo, sufren y llevan heridas que podrían durar para siempre.
Con estupor y rabia vemos una tragedia humana en vivo y en directo. A los heridos y muertos, a la destrucción material, se añade la del tejido social. Occidente mira a distancia a los otros refugiados de países golpeados por conflictos, los principales son de Siria, Venezuela, Afganistán, Sudán del Sur y Myanmar. Ellos sufren lo mismo que los ucranianos.
Producto del ataque ruso, cerca de tres millones de personas huyeron de Ucrania. La cifra podría llegar hasta 5 millones en los próximos días. Huyen con lágrimas, miedo y el sufrimiento de dejar casa, amigos, trabajo y su vida de rutinas, apegos, amores y tantas otras cosas. Europa vive la crisis de refugiados más grave desde la II Guerra Mundial.
Hemos visto imágenes que lastiman, ataques que parecen ser evidencia suficiente para juzgar a los responsables por crímenes de guerra. Huir de aquello es sinónimo de sobrevivencia.
Miedo, depresión y estrés post traumático son algunas de las heridas psicológicas de los refugiados, muchos las llevarán de por vida. Los niños están entre los más golpeados. La ONU, grupos civiles y voluntarios los auxilian, pero no se dan abasto. El futuro de un refugiado de guerra es siempre incierto. Quizás regresen a un país ocupado y destruido, quizás vuelvan para reconstruir y reconstruirse o, acaso, jamás retornen.
Como en todo, en este tema también hay incongruencias. Mientras a los ucranianos Europa les abre las puertas, como debe ser, a lo africanos se les cierra o ponen trabas. Lo mismo hace Estados Unidos con mexicanos, haitianos y venezolanos.
Hay tratados internacionales definidos para proteger a civiles en los casos de conflicto, pero la evidencia nos indica que al invasor, eso no le importa.