La historia estudia el pasado. Es un esfuerzo por volver a nuestras raíces. Estas afirmaciones parecen absolutamente elementales y hasta de perogrullo. Pero la historia no es una cuestión simple, porque no es una mirada hacia atrás sin más, sino un ejercicio intelectual que implica establecer ante todo un “desde donde se estudia el pasado”. Como todo estudioso de la historia vive un aquí y ahora, resulta claro que para entender el pasado debe partir del presente.
Es claro que no estudiamos el pasado por mera curiosidad, sino porque allí están varias claves fundamentales de la realidad que estamos viviendo. Por ello Josep Fontana afirma: “Toda visión global de la historia constituye una genealogía del presente. Selecciona y ordena los hechos del pasado de forma que conduzcan en su secuencia hasta dar cuenta de la configuración del presente, casi siempre con el fin, consciente o no, de justificarla”. La historia va siempre unida a una explicación del sistema de relaciones sociales prevalecientes, y a una visión del futuro; a un “proyecto social”.
Vista la realidad desde esta perspectiva, es claro que al estudiar el pasado, la historia se propone explicarlo. La historia no es un intento de “revivir” el pasado, de volver a él, de “trasladarse mentalmente” al tiempo en que sucedieron los hechos, simplemente porque eso es imposible. El pasado ya está pasado y no vuelve. Ya no podemos vivirlo. Solo podemos tratar de comprenderlo desde donde lo vemos.
La historia, por tanto, debe concebirse como un esfuerzo sistemático por entender realidades que ya sucedieron y que inciden en nuestro presente. Según Edgard H. Carr: “El pasado que estudia el historiador no es un pasado muerto, sino un pasado que de cierto modo vive aún en el presente”.
Hay una relación estrecha entre pasado y presente, porque, como decía Marc Bloch, “La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. Pero la comprensión del pasado no surge de una mera curiosidad, sino de las propias contradicciones de la realidad en que vivimos. Ese esfuerzo intelectual puede hacerse, bien como instrumento para justificar el orden imperante, o como arma para develar su naturaleza.
“Desde sus comienzos, dice Fontana, en sus manifestaciones más primarias y elementales, la historia ha tenido siempre una función social -generalmente la de legitimar el orden establecido-, aunque haya tendido a enmascararla, presentándose con la apariencia de una narración objetiva de acontecimientos concretos”. Nuestra mirada al pasado es siempre comprometida con el presente. Eso debemos tener en cuenta cuando se nos habla de que la historia, sobre todo la destinada a la enseñanza, debe ser imparcial, es decir neutra o aséptica. La historia debe ser objetiva y profesional, pero profundamente comprometida.