Es sábado 28 de junio a media tarde. La playa de Copacabana, un ícono cultural de Río de Janeiro, es un hervidero de gente pendiente de partido entre Brasil y Chile. No hay un puesto libre en los cientos de bares alineados a ambos lados de la amplia avenida. En las calles transversales, hinchas y curiosos se agolpan frente a cada televisor que ofrece su pantalla al público.
Hay helicópteros sobrevolando la zona, patrulleros de la Policía cada dos cuadras y grupos de militares ubicados en puntos estratégicos. A ratos se puede dudar de que se trata de una fiesta deportiva. Pareciera que el partido es de alto riesgo, no por lo que ocurra en el estadio, sino por lo que pudiera ocurrir en las calles.
La euforia futbolera no logra disipar del todo la crispación de una sociedad con demandas y exigencias transitoriamente suspendidas. Se percibe una calma chicha matizada por la proverbial alegría de los brasileros. En Curitiba, por ejemplo, el transporte público se suspendió a causa de una huelga de cobradores justo al día siguiente del último partido jugado en esa plaza.
La tensión se incrementa por el decepcionante desempeño del scratch en la primera fase del Mundial. Ningún transeúnte, ni taxista, ni recepcionista de hotel, ni dependiente de almacén reprime sus críticas a un equipo en el que a duras penas sobresale Neymar. Hay una añoranza mítica por aquel Brasil de 1970, que hizo soñar al mundo entero con la maravillosa estética del fútbol.
Los pentacampeones, la mayor potencia futbolística de la historia, la insuperable alegría de la torcida brasilera, languidecen en cada juego por la opacidad y la inoperancia de sus jugadores. No hay gracia ni eficacia. Los triunfos sobre Croacia y Camerún fueron relativizados por los limitados pergaminos de los rivales. El empate con México se lo vivió como un duelo nacional.
No solo que nadie está seguro de que Brasil gane la copa; muchos incluso dudan de que llegue a la final. Pero todos, invariablemente, sienten que la grandeza de su fútbol no puede permitirse un rendimiento tan mediocre, unos resultados tan pobres y unas victorias tan agónicas (poco les sirve de consuelo que Argentina, su eterno archirrival, viva un drama similar).
En Copacabana un palo no solo marcó la diferencia, sino que pudo evitar una catástrofe emocional de proporciones bíblicas. Y a lo mejor una convulsión social inmanejable. Si el tiro de Mauricio Pinilla en el minuto final del tiempo suplementario ingresaba al arco, todo Brasil se desplomaba. Imagínense: ¡el pentacampeón del mundo, la histórica canarinha, el equipo del insuperable Pelé, eliminado en octavos de final en su propia casa! Para morirse. Y de paso para destapar el descontento social.
Todo cambió por un palo. Hasta cuartos de final.
Columnista invitado