Un viaje por las carreteras del país deja impresiones contradictorias. Yo diría, es una gran paradoja que se mueve entre el encanto del paisaje, las sugerencias de la diversidad, los contrastes entre lo rural y lo urbano, entre la modernidad presuntuosa y la persistente antigüedad de cosas y gentes. Y, es además, la constatación de la crisis de la estética, de la demolición del buen gusto y de la caducidad del respeto que antes anidaba en el corazón de nuestros paisanos, en sus casas, en los pueblos, en las ciudades y en los usos.
La demolición no está solo en la proliferación del bloque de cemento, en las construcciones feas e inconclusas, en las varillas oxidadas que se elevan desde terrazas y columnas, en las villas abandonadas en laderas y páramos. No está solamente en la negación de la belleza del paisaje por la sistemática depredación de los bosques y los suelos. Está, además, en que el Ecuador es un país embadurnado con propaganda electoral. Las piedras, las montañas, los estribos de los puentes, las fachadas, los caminos, los portales, los troncos, los postes, son esperpentos cubiertos de azul añil, de amarillo intenso, de rojo sangre, de verde, de anaranjado, de nombres de candidatos, de proclamas políticas, de ofertas, de frases. No se ha salvado casi nada. En todo lado están las huellas de los ganadores y de los perdedores. Y debajo de la pintura fresca de la última contienda, está la de la anterior campaña y de la otra y de la otra.
Semejante vitrina es testimonio de la incesante campaña por los espacios de poder, de la interminable tarea política que nos hemos impuesto a título de democracia. Se dirá que es legítimo promover candidatos y difundir tesis; se dirá que esa es la participación ciudadana, que es el derecho a expresarse. Quizá sea así, pero…¿hasta cuándo quedarán manchados el atrio de la iglesia del pueblo, el puente, las piedras, las paredes, el paisaje, todo pintado en forma agresiva, sin respeto, sin límite y con terrible insensibilidad?
¿Quedará todo eso así, hasta la siguiente campaña en que se pintarán otra vez con colores más chillones, con rótulos más grandes, más “novedosos”?
Me pregunto si alguien -autoridad, partido, movimiento o la difusa y siempre esquiva “conciencia nacional”- se hará cargo de pintar otra vez de blanco lo que fue blanco, o de devolverle a la piedra su nobleza y su antigüedad?
¿Me pregunto: hay límites para esta clase de expresión política? ¿Hay responsabilidades de los candidatos ganadores y perdedores, de los alcaldes y prefectos electos frente a semejante desmedro de la cara del país?
Pregunto si hay reglas que se cumplan, y si el sistema electoral admite esto.
¿Quién despinta semejante escenario, o si, como dice la gente: “así mismo es, así mismo hacen”?