El año 2000, invitada por la Universidad de Knoxville, Tennessee, dicté cursos de español en la ‘división superior’ de lenguas. En ella viví el lujo de enseñar a los mejores estudiantes que he tenido en mi larga vida de catedrática. Sentía sana envidia ante su interés por aprender, su apasionada lectura de autores hispanoamericanos, sus lúcidas redacciones en lengua extraña. En la primera evaluación de los cursos que, anónimamente, debían cumplir los alumnos, además de comentarios positivos, hubo dos puntos en que la mayoría concordaba: “La profesora es demasiado exigente’, el primero. Tenían razón: si se dedicaban a todas las materias como a sus estudios de español, deberían pasar días y noches entregados a los libros; ante esta verdad, cedí. Pero el segundo me dejó atónita. Decía: “La profesora pretende que filosofemos”…
Sentí secreta alegría: ¿qué de mejor puede hacer un maestro, que contribuir a que los alumnos ahonden en los temas tratados? Convencida de que la ‘justicia’ estaba de mi parte, pedí que me explicaran el porqué de esa tacha. Alguien contestó: -Señora, nosotros aprendemos español para negocios internacionales… Ante tal bofetón, sugerí que negociarían mejor con países cuya idiosincrasia conocieran, pero tuve que aceptar su última razón: ellos ‘’llevaban” las reglas. No pregunté más; culminado el año, regresé a mi patria con la experiencia teñida de nostalgia por una juventud estudiosa, aunque de pragmatismo digno de condolencias.
Esos hombres y mujeres que no profundizan porque no lo necesitan para ganar dinero; fuertes porque ‘llevan las reglas’ son, quizá, parte de los votantes que dieron a los EE.UU., el país más demócrata de la Tierra, la victoria de la demagogia y el populismo que hoy sume al mundo en el pasmo. Pocos pronosticaron el horror, pero a muchos, en la angustia de estas elecciones que tuvieron en vilo a los mejores y los peores, se nos ocurrió algún momento que la enajenación, más que la cordura, podía adueñarse de la inmensa masa de votantes. Y en el delirio de imaginarlo, temimos que ese Trump anti-todo convenciera a la mayoría y fuese elegido presidente de los EEUU. Hoy, en pleno desasosiego, contrarrestado el miedo con cierto optimismo, imagino que, pues la democracia no es un presidente, ni una firma, ni un lobby, ni un grito, ni una masa, ni una forma de insultar o indultar, ni una inmensa fortuna, sino que surge del conjunto de instituciones y funciones independientes entre sí que rigen el país y garantizan al pueblo la libertad, esa ejemplar independencia de funciones en el país del norte, de la cual han dado muestra la gran prensa norteamericana y republicanos y demócratas notables, salvará a los EEUU. Mientras tanto, atónita, con dolor y miedo, declaro desde el alma, mi admiración a Hillary Clinton que más que cualquier varón, más que ese desolador exhibicionista vicioso y despótico, llevó la campaña con inteligente dignidad, aunque aun los pueblos más avanzados de la Tierra tienen rémoras de incomprensión y locura, y eligen, o casi, su propia forma de muerte…