Hay mucho de amargo en nuestra democracia. Mucho de indiscernible, difícil de aceptar pero tan evidente, que hemos preferido, egoístamente, negarlo: No podemos vivir sin los otros, por deplorable que sea su presencia. Hoy necesitamos de los mejores –no insuperables, sí, dignos y pocos- y también de los corruptos, como decía un viejo maestro, ‘para que sean espejo de lo que no debe ser’. Nuestra existencia, sin la presencia de los demás, no tiene forma: los otros nos muestran que somos y descubren lo que somos. Existimos socialmente para reconocernos, y la sociedad precisa de nuestra vida digna, cultivada en principios y valores, ennoblecida por la experiencia del trabajo y el bien, para elevarse, y solo ha de mejorar conducida por individuos más que maduros, a los cuales el esfuerzo personal y social disciplinó mostrándoles posibilidades y carencias; les permitió conocerse, disponer de sí, aprender a decir no, afirmar y afirmarse.
Toda vida en común requiere de orden, de principios con los cuales repensarnos en momentos aciagos como los que vivimos por la presente y odiosa pandemia y por la más aborrecible corrupción. Nuestro Estado, ‘conjunto de poderes y órganos de gobierno que precisa un país soberano’, no puede seguir siendo regido –como entre 2007 y 2017- por improvisados que desvalijaron el país y seguirán haciéndolo mientras el pueblo, es decir, nosotros, no pongamos coto a su codicia y ansia de poder, tanto mayores cuanto mayor es el carácter de su infamia. La necesidad de orden y organización de nuestra sociedad les dio votos nutridos de populismo y demagogia, carencias e ignorancia, y ellos convirtieron el Estado en una tramoya de depredación, en beneficio de mamíferos y mamíferas esperpénticos, huidos unos, engrilletados otros, presos o por estarlo, aborregados, suspirando por el gran carnero escondido en la indiferencia nórdica.
Quién pone límite al descalabro… Quién, cuándo, cómo revertirá nuestra suerte de desgracia y nos restituirá el orden, la conciencia positiva de nosotros mismos, hoy que la historia, el tiempo, la política nos ponen nuevamente la exigencia de elegir el próximo gobierno: ¿las sucias bandas de Correas, Glases, Bucarames y Cía.? ¿El treintañero adefesioso de apellido impreciso, hablador barato por vocación familiar, que, alucinado por la situación que se le ofreció sin venir a cuento, se dedicó a repartir frutos y primicias, y una vez ido, calla, aspirando al partido que lo acoja? ¿Un chimbador exprés de los que, disimulados en la cantidad, aspiran a poderes laterales para constituir otra Asamblea mediocre, vulgar? ¡No, alvaritos simplones y obsesivos; no, indígenas que asimilaron lo peor de nuestros políticos y se niegan a sí mismos; no, otras sombras ni nombres! Un ecuatoriano de bien, formado en el tiempo y el esfuerzo personal y social, que luchó y consiguió éxitos sin ofender al otro, ni robar, ni mentir. ¡Hay tanto de amargo, como de nuevo y positivo en esta oportunidad!