La derrota de Evo Morales en el referéndum cierra el ciclo de los caudillos que quisieron eternizarse en el poder y fueron rechazados por el pueblo. El más exitoso de los populistas del siglo XXI consultó a los bolivianos si querían una reforma de la Constitución que le permitiera presentarse como candidato en el 2019, y el pueblo le dijo no.
Diez años de victorias electorales y altas cotas de popularidad, gracias a los recursos extraordinarios de las materias primas y el gas, le hicieron soñar que era indispensable. Sus partidarios decían, igual que aquí, que no se trataba de reelección indefinida sino de ser candidato para que el pueblo decida si le elige o no le elige. Evo cayó en la misma tentación de Cristina Fernández de Kirchner, Rafael Correa, Daniel Ortega, Hugo Chávez; la tentación de creerse únicos e indispensables, necesarios y predestinados.
Se confundieron a sí mismos con sus países y se creyeron dueños de los pueblos que los eligieron. Olvidaron que solo fueron designados para administrar, temporalmente, una parte del Estado, ni siquiera todo el Estado, y en esa confusión se destruyeron a sí mismos y destruyeron a sus herederos.
Chávez se creyó la reencarnación de Bolívar y el inventor de un nuevo modelo económico y político, cuando se enfrentó con la muerte designó a Nicolás Maduro como su heredero, pero como el sustituto no era Chávez, fracasó; no pudo llenar los zapatos de su mentor. Cristina Kirchner creyó que la “década ganada” le autorizaba a designar heredero, pero Daniel Scioli no era Cristina y fue derrotado porque no podía ser, al mismo tiempo, igual que Cristina y diferente de Cristina.
Rafael Correa se libró de la derrota eludiendo la consulta popular y apelando a la mayoría legislativa, pero renunció a la candidatura antes de llegar a las urnas.
Correa y Morales, al mostrar el deseo de eternizarse en el poder con la reelección indefinida, se declaraban predestinados, indispensables y creaban la maldición del sustituto.
Los herederos políticos, como Maduro y Scioli, pretendieron reemplazar a los irreemplazables, repetir a los irrepetibles. Los sustitutos nacen con esa aureola indeseable de impostores, distintos, falsos; “una opción de segunda, sospechosa de marionetazgo”, dice Martín Caparrós.
Los caudillos del siglo XXI llevaban en su propio éxito el germen del fracaso. Su carisma, su capacidad de sintonizar con el pueblo, la suerte de gobernar en tiempos de abundancia, la crisis política precedente, no se repetirán; en consecuencia, la sustitución es imposible.
Al considerarse indispensables, anulan a los lugartenientes que soñaron o sueñan en continuar o repetir la historia. No son iguales ni son iguales las circunstancias; la maldición del sustituto está en que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como comedia.
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