Se cumple un año más de la muerte de monseñor Leonidas Proaño. Sin embargo, sus ideas, su espíritu luchador continúan vivos y dan fuerza a las causas más justas. Se recuerda aún a Monseñor caminando por los chaquiñanes que suben por las montañas del agreste paisaje de la zona de Chimborazo. Iba él de choza en choza, “oyendo, juzgando y actuando”. Se sentaba en silencio a la salida de las humildes viviendas para escuchar voces desoídas, sentir soledades y olvidos.
Cada hombre y cada mujer que habitaban las pequeñas chozas tenían algo que contar: la poca tierra asignada al huasipungo, la necesidad de sembrar lo que no consumían, consumir lo que no sembraban, vivían con poca agua, sin luz, sin combustibles, sin embargo, eran los que abastecían los mercados de las ciudades cercanas, le narraban también cómo los mediadores exigían cada vez más para transportar los productos.
Se interesaba por los niños, preguntaba cuántos había, si tenían buena salud, si iban a la escuela. Por lo general, las respuestas venían acompañadas por llanto y quejas. Preguntaba cómo se llamaba la comunidad y qué tiempo tenía. La mayoría contestaba que había sido de los abuelos de los abuelos. Eran tan viejas y misteriosas las comunidades que no tenían nombres quichuas, lo que indicaba su antigua tradición patronímica. A monseñor Proaño le admiraba muchísimo cómo concebían el mundo, el cosmos. Las mujeres le mostraban una metáfora. El cosmos giraba como el huso que siempre llevaban en las manos. Alrededor del centro todo daba vueltas.
Fiel a su método de escuchar juzgar y actuar, decidió armar grupos de chasquis que yendo por los chaquiñanes llevaran a todos los indígenas la idea de la resistencia a la presión de hacendados, curas y políticos. Los indígenas de Cicalpe, Colta, Guamote y otras comunidades, apoyaron la Reforma Agraria, se prepararon para ocupar las tierras usurpadas, entre estas, las tierras de la Iglesia que Monseñor repartió gratuitamente. Una era la vida de los indígenas antes de Monseñor Proaño, otra después de su presencia.