En la retórica presidencial, la metáfora de la noche ha servido para hablar de los últimos años del siglo XX y de los primeros del actual, correspondientes al período calificado como neoliberal, aunque en el Ecuador esa tendencia no llegó a tener una vigencia completa ni alcanzó sus máximos rigores. Yo he decidido robar el título del libro autobiográfico de Elie Wiesel para ampliar la metáfora incluyendo las horas que siguen a la noche, pero no porque crea que ella haya terminado, sino porque los meses finales del actual proceso político nos hacen entrever la proximidad del alba.
Se trata, sin embargo, de una visión engañosa. Por más que nuestros ojos se esfuercen por descubrir algún destello en el horizonte, los únicos que logramos ver son los de aquellos fuegos fatuos que se han puesto de moda. Enormes luces de colores pintan el firmamento con múltiples promesas que se repiten sin cesar en distintas dimensiones, y engalanan el paisaje nocturno para el solaz de quienes se satisfacen con las ilusiones pasajeras. Creer en ellas, imaginar que podrán hacerse realidad a la vuelta de la esquina, es otorgar a los expertos de la pirotecnia verbal un crédito mayor del que merecen.
No quiero decir que todos los que pronuncian esas ofertas milagrosas que se pintan sobre el cielo hayan incurrido en el repudiable oficio del falsario. Alguno hay que, aparte de ser un caballero a carta cabal, tiene en su haber páginas honrosas de servicios prestados, cuyo valor se encuentra más allá de toda duda. No obstante, ¿cuánta probabilidad tiene de alcanzar las condiciones para tornar en hechos sus buenas intenciones? Es penoso decirlo, pero es verdad: quienes en realidad pueden alcanzar esas condiciones son justamente aquellos que más me hacen temer que sus recetas resulten peores que las enfermedades que pretenden curar.
Llegará el alba, ciertamente, que pondrá fin a la noche y dará comienzo a un nuevo día; pero es un alba que está lejana todavía. La noche que aún atravesamos es como aquel larguísimo período de sombras que se extiende sobre el polo: una noche en la que el sol sigue asomando sobre el cielo, enorme y rojo como un globo y de dimensiones gigantescas, pero sin luz ni calor, como si su presencia fuera también el resultado de las artes de algún ilusionista.
¿Cómo lograr entonces que se moderen las luces que adornan el paisaje y anuncian un día que aún no llegará? Vienen ahora a mi memoria las palabras pronunciadas por Churchill en los momentos iniciales de la Segunda Guerra: también él dijo que la noche se había extendido sobre Europa, e hizo una promesa a los ingleses. La suya, sin embargo, no fue la promesa de un fuego fatuo: lo que ofreció a sus compatriotas fue solamente sangre, sudor y lágrimas. Y todos le creyeron, porque sabían que no estaba mintiendo ni pretendía engatusar a nadie con la promesa de abalorios. Quizá la única posibilidad de llegar al alba surgirá también para nosotros solamente después de que el sudor y las lágrimas reemplacen a nuestras ilusiones.
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