Lo que vivimos en Ecuador es una política negativa que corresponde a lo que Pierre Rosanvallon caracteriza como era de la desconfianza. La elección no es selección sino descalificación de los otros candidatos; el elector es un traicionado, un resentido, un vengador. El desprestigio de los políticos se debe a su mala calidad y a su mala conducta, pero también al talante de los ciudadanos en esta época de desprecio a la política.
La democracia se sustentaba en la posibilidad de la representación, es decir, que el elector sobreviviera en el elegido. No hay representación válida para nosotros porque los asambleístas se han desentendido de los ciudadanos para entregarse a sus propios problemas. Las mayorías, como los bloques, son fugaces; los legisladores solo se representan a sí mismos.
Otro elemento fundamental de la democracia es la posibilidad de que los electores conserven su poder mediante los organismos de control. Asistimos a una lucha despiadada por controlar los órganos de control. Ganará el Gobierno o ganará la Asamblea, pero perderá el ciudadano.
Los órganos de control nacieron como contrapoder para vigilar y limitar a los poderes, si están sometidos se desvirtúa la democracia.
La política negativa que vivimos se manifiesta en la incapacidad de tomar decisiones. Un juez desventurado consagra la impunidad poniendo en libertad a uno de los peores depredadores de la riqueza nacional mediante la desfiguración audaz del Habeas Corpus y las más altas autoridades judiciales, la Corte Nacional, el Consejo de la Judicatura y la Corte Constitucional, tontean entre ellos preguntándose acerca del alcance de este recurso, para no tomar decisiones. Ya el Gobierno había callado por medio de sus representantes y la Asamblea, al margen de todo, se agota en una guerra sobre reglamentos, puntos de orden y plazos.
Si los poderes no pueden, ¿nos corresponderá a los ciudadanos fijar los objetivos nacionales?