Una noticia desoladora recorrió las redes sociales en las semanas pasadas: miles de personas mueren solas cada año. Sucede lejos, en Corea del Sur, pero anuncia problemas que empiezan a rozarnos. El fenómeno se conoce como “godoksa” o muerte en soledad. Tiene varios años de presencia.
Las víctimas son personas de mediana edad, tercera edad o aisladas. No son casos excepcionales o raros. Las cifras hablan de miles por año. En 2021 se registraron 3.378 muertes. Y tienden a aumentar. Mueren más hombres que mujeres. Mueren más los mayores de 50 y 60 años… Sin que nadie les dé una mano.
La muerte llega en forma despiadada: agudización de enfermedades o suicidio. No hay familiares, amigos, vecinos, servicios sociales. No están en casas de familia, ni hospitales, ni geriátricos, ni hogares de acogida. Y algo turbador: muchas muertes no son descubiertas sino días o semanas después… Seres anónimos. Sin nadie que les llore.
Las explicaciones son múltiples: pobreza, envejecimiento de la población, aislamiento social, exclusión del empleo y planes de vivienda, falta de cuidados a domicilio. La marginación del trabajo es determinante. La pandemia aumentó los fallecimientos escondidos.
El rol de las familias resulta gravitante. La noticia revela el profundo cambio y descomposición de los núcleos familiares. Y el aumento de jóvenes que optan por vivir solos y sin hijos. Los vínculos se vuelven líquidos y efímeros. Las indiferencias se ahondan. Las vidas de hermanos, hijos, parejas, padres, abuelos se separan. Sin puntos de contacto. Sin solidaridades.
El abandono nos abofetea a todos. Nos hace preguntar qué pasa con nuestra sociedad que genera estos efectos. Nos cuestiona la fragilidad de las relaciones y la escasa pasión para mantener vínculos fuertes. Si bien hay momentos de soledad, a veces necesarios y satisfactorios, la marginación es impresentable. Es preciso ponerle atención a nuestras redes de relaciones, para que nos acompañen, nos cuiden, nos ayuden a ser más completos.