Los enfermos, sobre todo los terminales, son personas que, en medio del desconcierto, emprenden un viaje lleno de interrogantes y de temores. Frente a semejante travesía, a la hora de acompañar y de consolar, siempre me he visto torpe y limitado y, en muchos casos, he optado por el silencio. No un silencio ausente y desinteresado, sino respetuoso y solidario. El Año de la Misericordia me ha recordado que – a pesar de los deseos de saltarme el cerco de mi conciencia – no puedo abandonar tan fácilmente el compromiso de ayudar a sostener la vida cuando esta se escapa como el agua de un cesto.
Las palabras de Francisco me conmovieron desde el principio del Año, cuando nos invitaba a desempolvar las obras de misericordia: “Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza”. Y no hay mayor pobreza que la ausencia de vida y de amor. Ahí, en esas carencias radicales, hasta los ricos lloran, víctimas de la oscuridad y de la amargura que a todos nos envuelve por igual.
Es triste decirlo, pero son muchos los que piensan que solo el rico es una verdadera persona y que los no ricos son unos “fracasados” que han sucumbido en la lucha por la vida. No es así. La enfermedad y la muerte nos recuerdan la verdadera igualdad y la fragilidad de la condición humana, a pesar de los oropeles en los que esta se envuelve.
El gran reto es atender integralmente a las personas enfermas. No basta con tocar las heridas… Hay que tocar el corazón, pues en él se esconden las heridas mayores y los dolores más fuertes. No hay nada más duro e inhumano que un paciente abandonado a su suerte. Bien diagnosticada la enfermedad y el tratamiento, hay que poner toda la atención en la realidad humana, emocional y espiritual del enfermo. Sobre todo, hay que acompañar, escuchar y acariciar las heridas del alma. ¡Solo en absurdistán el cierre de capillas en los hospitales es considerado un éxito político! El tiempo y la necesidad de la gente han ido poniendo las cosas en su sitio y la gracia de Dios, mal que le pese a los ideólogos del poder, se ha ido colando por pasillos y habitaciones, eficaz e imparable.
En el itinerario del sufrimiento hay que establecer alianzas solidarias y sanadoras con los enfermos, sus familias y los profesionales de la salud, desarrollando actitudes de servicio, honestidad y competencia, sin olvidar la ternura. ¡Cuidado con la arrogancia! Nadie tiene la exclusiva de este consuelo. Será por mi fe en la Pascua de Cristo, pero se me antoja que quien cuida a un enfermo terminal acaba siendo como una buena comadrona, capaz de alumbrar la vida nueva.
¿Cuánto cuesta una cama hospitalaria?, ¿cuánto un día más de estadía en el hospital?, ¿cuánto…? Sin duda que las políticas de salud necesitan hacer números, pero no se olviden del amor que hay que poner, sobre todo, en la última vuelta de la vida.
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