En la pasada semana participé, en Tegucigalpa, en un congreso de las Cáritas Latinoamericanas y del Caribe en torno al tema de violencia y corrupción. La pregunta que flotaba en el ambiente, en medio de un mundo tan violento, dominado por el narcotráfico, la delincuencia, la falta de trabajo y de oportunidades, era muy seria y decisiva: ¿Sabremos convivir en un mundo así? ¿Seremos capaces de construir convivencia, más allá de la tentación de levantar muros que nos protejan de los diferentes, de los empobrecidos de nuestra propia tierra?
Vivo convencido de que lo que nos define a los seres humanos es la empatía, la capacidad de ponernos en el lugar del otro, de sufrir y de construir juntos un mundo humano, justo e incluyente. Pero resulta difícil alzar la cabeza y respirar aires de libertad cuando la violencia y la corrupción asfixian el cuerpo y el alma.
Honduras, Guatemala, Venezuela, Nicaragua, El Salvador,… son los misterios dolorosos de un rosario de injusticias, corrupciones y violencias enquistadas, en muchos casos institucionales, que lanzan por millares a las carreteras caravanas interminables de gente, hambrienta de pan y de esperanza. Así como Saturno devora a su hijo, la pobre gente es expulsada y ninguneada por aquellos que tendrían que cuidarla. Y todo para chocar frontalmente con un muro de intolerancia, xenofobia e insolidaridad. La situación se vuelve compleja y poco a poco se va endureciendo la conciencia y el corazón.
Allí, como aquí entre nosotros, abundan los demandados, los presos y los huidos, pero pocos cuestionan el sistema podrido e injusto en el que, a pesar de todo, hemos aprendido a vivir, a callar, a pactar,… Signo elocuente es que no faltan funcionarios públicos que han aprendido a invertir sus funciones, del servicio público a los intereses privados. Triste resulta que la puerta a la corrupción permanezca abierta.
En esos bellísimos pinares de Valle de Ángeles pusimos en común durísimas experiencias pero, también, gozosas esperanzas alimentadas desde la fe en Jesús. Allí resonaron nuestros compromisos:
– Acompañar a nuestros pueblos en sus dolores.
– No callar. Más bien denunciar las injusticias y renovar la esperanza.
– Renovar los espacios liberadores, aquellos que albergan y recubren nuestra parte mejor: la familia, la comunidad, la educación, la cultura y la fe cristiana.
Vuelvo al Ecuador y me doy cuenta de que, a pesar del sube y baja de los aviones, no me he ido tan lejos. Resuenan los mismos dolores, las mismas heridas, las mismas palabras: inseguridad, mafias, femicidios, desempleo, xenofobia, metida de mano a la justicia y un largo etcétera.
A pesar de todo, vuelvo los ojos y el corazón hacia Honduras, a fin de recordar los rostros de la esperanza, los de tanta gente buena, envuelta en el rumor de los ángeles. Allí donde aterricen irán contracorriente.