“El derecho a la libertad de expresión y su inequívoco entendimiento está consagrado en convenciones, declaraciones e instrumentos”.
John Milton, miembro de la Cámara de los Comunes en el parlamento inglés, allá en 1644, decía: «Dadme la libertad de saber, hablar y discutir libremente de acuerdo son mi conciencia, sobre todas las libertades». La libertad de expresión es una conquista de la democracia desde el siglo XVII, parte de la denominada primera generación de los derechos. Ocupa un espacio de relevancia dentro del constitucionalismo democrático moderno. Está en la centralidad o el núcleo esencial de los valores de la democracia.
No se trata de sacralizar la libertad de expresión ni sostener como un derecho absoluto. Es una obviedad afirmar que implica deberes y responsabilidades, y encuentra reservas establecidas en la norma constitucional. Este derecho y su inequívoco entendimiento está consagrado en convenciones, declaraciones e instrumentos internacionales. También en la jurisprudencia de tribunales y cortes. Se supone que prevalece aún en situaciones de Guerra civil, estados de excepción o de sitio.
¿Cómo fue posible, una sentencia condenatoria, por un artículo de opinión, contra el periodista Emilio Palacio y directivos de El Universo? La respuesta está en una frase de Alexis de Tocqueville: «En los regímenes absolutos, los grandes que se encuentran cerca del trono alagan las pasiones del amo y se pliegan de buena gana a sus caprichos». Ahí están jueces y alcahuetes que hostigaron y persiguieron a la prensa.
El cinismo extremo de quien desconoció el valor superior de la libertad de expresión y utilizó el peso del Estado para silenciar a la prensa, se desnuda al reclamar al procurador del Estado democrático, no haber defendido al Estado autoritario. Fea paradoja de la Procuraduría tener que defender lo indefendible, para no responder a la reparación indemnizatoria legítima de las víctimas.
Apropósito de la sentencia de la CIDH en el caso El Universo y la desmesura de Correa, es preciso recordar la frase de Albert Camus: «Un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada en este mundo».