Nada detiene el canibalismo y los apetitos mezquinos del mundo político. La bronca entre los poderes del estado roza el rídiculo. Las instituciones y sus estrategias están corchadas. La rabia y el asco se instalan. Y la desesperanza.
Muchos analistas atribuyen la situación a la pugna entre correístas y anticorreístas (incluye lassistas pero lo supera) que sobrepasa la década. Los primeros obsesionados con bajarse al Presidente y con la impunidad total. Algunos de los segundos cegados por la estabilidad macroeconómica y la reducción del Estado con bajo asidero popular. Los fundamentos ideológicos se desvanecen o se funcionalizan a intereses puntuales, disolviendo el sentido de país.
Algunos críticos disienten de esta dicotomía. Visualizan una polarización más grave y estructural. Entre ciudadanía y clase política. Enfrentamiento que cruza o quiebra las definiciones ideológicas. El mundo político prescinde de la ciudadanía y sus aspiraciones. Manipula lo que puede -el voto, la fuerza, la información- para ascender e instalarse. El abuso del poder y la corrupción figuran como su marca.
Desde la sociedad civil la desconfianza crece. Advierten en la clase política mediocridad, parálisis, demagogia, podredumbre y últimamente conexiones con el narco. Cada vez menos sintonía. La ciudadanía apunta hacia otro lado: seguridad, costo de vida, empleo, crédito, transporte, servicios, producción, salud, educación, inclusión, medio ambiente. Encarna cambios en serio.
Señalamos al menos dos peligros de esta fisura. Uno, la dispersión de la sociedad civil y la dificultad de integrar agendas que no sean marginales. Y la segunda, el cansancio y desinterés por la política. Abandona el campo a la voracidad que tanto critica.
Una polarización de fondo. De todas formas, merece valorarse la creciente organización de la sociedad civil, sus múltiples frentes, asociaciones y colectivos. Lo más creativo, solidario y ético proviene de estas esferas. Es preciso cuidarlas, potenciarlas, conectarlas.