Lima la bella ha sido tomada por miles de descontentos. Paro nacional y estado de emergencia. Los manifestantes vienen del campo, de urbes marginadas, de sectores medios. El detonante, la destitución del expresidente Castillo. Las exigencias: renuncia de Presidenta Boluarte (investigada por genocidio), cierre del Congreso, elecciones inmediatas, reformas a la Constitución.
Las movilizaciones duran más de un mes. Con saldo trágico: más de 50 muertos y 1.000 heridos. Brotaron en el sur, pero hoy adquieren carácter nacional. No pueden ser minimizadas. La situación se agrava porque ni la Presidenta ni el Congreso ceden posiciones.
La inestabilidad ha sido marca peruana. Desde Fujimori (2000) no se consolida un proceso sostenido de desarrollo. Han desfilado 6 presidentes en 4 años: Kuczyinki, Vizcarra, Merino, Sagasti, Castillo, Boluarte. Merino duró 6 días. También han definido al país dos signos fatales: corrupción y poder desmesurado del Congreso.
Por debajo se esconden problemas estructurales. Sobre todo la inequidad. Las diferencias son abismales en el país, entre campo y ciudad, entre Lima y el resto. La pobreza alcanza al 30%. Un retroceso de 10 años.
Congreso tiene con mala fama: mediocre, fraccionado, intereses particulares, baja representación, lejanía de ciudadanos. Posee un arma poderosa: la declaración de vacancia de la Presidencia sin mayores contemplaciones. La medida ha sido distorsionada, ha perdido su sentido original.
Existe además un factor inquietante: el proyecto auspiciado por Evo Morales de constituir RUNASUR, nación aymara en el sur de Perú y norte de Bolivia y Chile… revelación que demanda seguimiento. Evo no puede ingresar a Perú.
La democracia está lastimada y la clase política desahuciada. Ojalá la represión no se desborde. No se vislumbran salidas, pero se habla ya de transición. Con cualquier fórmula, es de esperar que surja una nueva democracia, fresca, participativa, transparente. La que han vivido nuestros hermanos del sur, ha quedado en deuda.