En semanas recientes ha comenzado a renacer la Universidad Intercultural de las Nacionalidades y Pueblos Indígenas, Amawtay Wasi: primero, en mayo, la Asamblea Nacional le devolvió su vida jurídica, cambiando su estatus de privada a pública, de carácter comunitario; más recientemente, el Señor Presidente de la República anunció, sorpresivamente, que la Universidad funcionará en el costoso edificio que el Ecuador regaló a la Unasur, institución a la cual anunció que solicitará la devolución del que denominó un “elefante blanco”.
A fines de la semana anterior, el Parlamento de Israel aprobó la llamada Ley del Estado Nación, que define al país como “el Estado Nación del pueblo judío”, establece como único idioma oficial al hebreo (hasta ahora han sido dos, el hebreo y el árabe) y, en opinión de sus opositores, que comparto, abre las puertas a la construcción de un régimen de discriminación contra los ciudadanos no judíos de Israel que podría llegar a asemejarse al tan nocivo apartheid sudafricano.
En ambos casos, veo la continuada presencia en el mundo contemporáneo de la poderosa y, a mi juicio, profundamente destructiva tendencia a mantener y a fortalecer las divisiones y distinciones entre grupos humanos que con alarmante facilidad se traducen en prejuicios, antagonismos, odios, desprecios, sentido de superioridad de unos sobre otros y revanchismo por eventos del pasado.
El 17 de julio, el ex Presidente de Estados Unidos Barack Obama dictó una conferencia en Johannesburgo en conmemoración del nacimiento de aquel gigante del humanismo y la democracia, Nelson Mandela, arquitecto y símbolo del fin del apartheid. En clara respuesta a la tendencia que comento, Obama dijo: “Durante la mayor parte de su vida, Mandela luchó por la democracia y la igualdad. Su presidencia se definió por sus esfuerzos para hacer más sólida la frágil democracia en Sudáfrica, y por sus lecciones acerca de la política de construir puentes, y no de la política de la división.”
Creo fervientemente que debemos evitar todo lo que siga representando “la política de la división” y, al contrario, construir instituciones –partidos políticos, asociaciones comunitarias, organizaciones no gubernamentales y sí, universidades- en las que trabajemos todos juntos, como miembros de una misma humanidad atribulada, para cambiar las condiciones de pobreza, inequidad, injusticia, ausencia de oportunidades y abuso que subsisten en el mundo, y que muchos privilegiados pretenden mantener con violencia, y repitiendo los viejos discursos que nos dividen. Enfatizar nuestras diferencias, aun con fines nobles como el de brindar mejores oportunidades de educación a jóvenes indígenas, no ayuda al logro de esos fines: sí los puede lograr el que nos integremos, afirmando nuestra común humanidad.