David H. Murdock tiene las típicas extravagancias de los multimillonarios. Ha invertido la friolera de mil millones de dólares para que un centro de investigación descubra la fórmula que le permita llegar hasta los 125 años de edad. Al parecer, 88 años de existencia no son suficientes.
¿Qué impulsa a un ser humano a desear la prolongación indefinida de su vida? Con toda seguridad el miedo incontenible a lo desconocido, pero también una profunda y pueril fatuidad.
Criticar a Murdock desde una postura ética no resulta difícil. Es infamante que se inviertan tantos recursos financieros en un delirio egocéntrico, mientras existen por doquier infinitas necesidades colectivas insatisfechas (lo cual, de paso, no tiene nada de novedoso en este mundo). Desde una postura pragmática parece inconcebible que se destine tanto dinero a un antojo que, en términos pedestres, no hace sino prolongar aún más el drama de la decrepitud. El quid del asunto no radica tanto en la utilidad, la pertinencia o la viabilidad de semejante despropósito, sino en una visión muy particular de la ciencia y de la vida.
El mito de la inmortalidad está presente en la mayoría de civilizaciones conocidas. Pero en todo tiempo y lugar, esa posibilidad estuvo vinculada únicamente a símbolos y abstracciones: la dura piedra que por siglos prolonga la imagen, la escritura que conserva pensamientos, el relato oral que perpetúa historias. Hasta que el paradigma tecnológico de la modernidad exacerbó las ficciones de la perennidad de la carne, la humanidad convivió con la muerte sin mayores zozobras. La gente admitía la cita inevitable -a veces ansiada- donde el cuerpo retorna a la tierra o donde las cenizas se esparcen por el universo.
Pero la ciencia moderna alimentó las ilusiones humanas sobre un eventual triunfo de la vida sobre la muerte. Un interminable arsenal de mecanismos médicos ha permitido ofertar una inmortalidad en cuotas que nos redime de nuestras angustias y temores. 10 ó 20 años más de vida son, a no dudarlo, un pequeño anticipo de la ansiada eternidad. Y si esos plazos no nos contentan, podemos echar mano de la crio-preservación, y apostar por una esquizofrénica resurrección en un futuro desconcertante y ajeno .
Que Murdock esté detrás del financiamiento del proyecto Yachay revela la idea del conocimiento a la cual adhieren los tecnócratas del gobierno. Un conocimiento articulado a la banalización de la vida y a la instrumentalización de la ciencia antes que a la construcción de una epistemología alternativa. Explotar la biodiversidad amazónica para satisfacer anhelos estrafalarios es incongruente con el más elemental sentido de soberanía nacional.