Quejarse de la corrupción se ha convertido, y no faltan razones para ello, en lugar común que planea sobre las conversaciones de los ecuatorianos. Por ella explicamos buena parte de los males de la República, no acabamos de procesar un caso cuando se hace público otro y desgranamos un rosario de lamentaciones que apunta los dardos contra las instituciones y sus funcionarios, contra los políticos o las autoridades, ya en general, ya personificadas en quien protagoniza el escándalo del momento; Glas, por ejemplo.
Pero el problema no está en Glas, ni en conceptos imprecisos como “políticos” o “burócratas”. Personajes como el exvicepresidente son solo la imagen visible de la enfermedad que nos carcome, esa que cumple el papel tranquilizador de poner el mal en otro lugar, fuera de nosotros.
El hilo conductor de los discursos contra la corrupción asume que, siempre, los corruptos son los otros, que “los buenos somos más”; y no creo que sea así. Glas existe porque hay una sociedad que lo hace posible; el pus brota porque una parte del cuerpo está infectado, pero cuando empieza a brotar en todos lados ya no hablamos de partes enfermas, sino de cuerpos putrefactos.
Porque los manejos torcidos que se hacen públicos, y esos que quedan entre las sombras, no se explican solo por un político perverso o por un burócrata torcido. Tras cada uno de ellos están los que se benefician del negocio, los que lo preparan y lo “legalizan”, los que lo concibieron y armaron la red para que sea posible. Por eso la inmoralidad se normaliza, por eso conviene mirar a un lado y no hacer preguntas sobre la insólita prosperidad del vecino. No nos engañemos, muchas veces, quienes se quejan de los corruptos solo expresan ese malestar oculto que nace de no haber tenido la oportunidad de hacer lo mismo.
Tenemos, en realidad, no un grupo de sinvergüenzas, sino una sociedad podrida; y mientras no lo asumamos, lo único que queda es la gangrena.