“Gota a gota el tiempo horada su piedra desnuda/ Pecho abarrancado por el acero de los minutos/ Y la mano en la espalda que te empuja hacia lo desconocido”. Lo avizoro entre densas volutas de humo –Gilberto fue un fumador impenitente–, delgado, esbelto, pelo negro, la mirada osada y escrutadora, y sus manos nervudas, desprendidas de su ser, agitadas y nerviosas; todo él develando su temperamento tumultuoso y ciclónico. Nadie podía con él. Nada lo arredraba. Su justa fama de artista pintor se extendía a sus dotes de boxeador temerario.
Corrían los sesenta del siglo que dejamos y Gilberto Almeida irrumpía en nuestro medio como uno de los artistas visuales más vigorosos. Tiempo de la rebeldía por antonomasia, Ecuador vivió a su modo –asincrónico y recatado– la memorable eclosión que se esparció por el planeta.
En el Café 77 alborotaban Tzántzicos y Caminos (escritores, poetas, teatreros, músicos, pintores…), los primeros impregnados por la Revolución cubana, el existencialismo sartreano y los iconoclastas argentinos; los segundos por “el arte por el arte”. En ese espacio conocí a Gilberto Almeida, con quien mantuve imborrable amistad.
Desvanecido el Café 77 se fundó la Galería Charpantier y allá acudimos los habitúes del 77. En la Charpantier nacieron las célebres “puertas” de Almeida, tan denostadas o celebradas (centenares de ellas plagiadas o, por sus acuciantes problemas económicos, trabajadas al desgaire por el mismo artista).
Una noche, Pablo, dueño de la Galería, apostó con Gilberto el olvido de sus cuentas pendientes si era capaz de pintar hasta el día siguiente una obra que conmoviera a los asiduos de su galería. Almeida aceptó el envite.
Al día siguiente, Gilberto llevó debidamente embozada su creación, a la cual había llamado “Hasta mañana Pablo”. Óleo sobre lienzo, formato mediano. Asida a la hoja abierta de una puerta resuelta en un brocado de gamas azules, la mano escamosa y estremecida de una suerte de alienígena: era Pablo, su mirada, triste y tierna; detrás de él, un torrente que luces difuntas: el abandono que seremos.
Pienso en la obra “seria” de Almeida: sus soberbias series del Andinismo, bautizada con elogios por Marta Traba, Dore Ashton, Juan Acha… Las de sus prodigiosos clavos, resucitando Cristos, Piedades; sus centauros andinos o sus caminos trabajados con piola, óleo, polvo de mármol y el aroma de su San Antonio de Ibarra.
De mediana estatura, orgulloso, diáfano; lo acompañé más de una vez visitar a sus coleccionistas. Uno de ellos –pariente suyo– nos ignoró durante una semana. La siguiente, lo propio; iniciada la tercera, asomó su cabeza por la puerta de su despacho para exclamar sin vernos: “Vuelve en dos meses…” Gilberto se levantó cimbreante, altivo: “¡Tú solo tienes dinero –le espetó–, yo solo tengo arte!”. El ser humano no es más que un sueño que el mismo Dios olvida, Gilberto, tu arte “grande”, no importa donde esté, seguirá iluminando el tiempo.