A veces, me asalta la duda de que la opinión se estaría convirtiendo en una suerte de ritual de quienes creen -y creemos- tener el monopolio de la verdad; que, con frecuencia, hablamos ex cátedra; que, a veces, zanjamos los debates con afirmaciones que no admiten réplica; y que, quizá, partimos del erróneo supuesto de que quienes tenemos el privilegio de escribir y hablar para el público, no corremos el riesgo de equivocarnos.
Me asalta la duda de si la política nos habrá contagiado con el dogmatismo o con la enfermedad de lo absoluto; y de que tanto frecuentar los temas de la coyuntura -esa crónica roja electorera- nos hemos empobrecido; que el horizonte se ha achicado; que estamos encerrados en el círculo vicioso de los noticieros y del “qué dirán” de los caudillos y de los otros, y que vamos perdiendo la habilidad para apreciar objetivamente los procesos de fondo que marcan la sociedad.
Cada vez que escribo una columna, me asaltan esas dudas. Y me planteo que en este oficio no hay perder de vista la posibilidad de equivocarnos, que la libertad tiene la contrapartida de la responsabilidad y que no hay derechos sin obligaciones. Pienso que, pese al riesgo de incurrir en el escepticismo, la duda es buena consejera: puede blindarnos frente a esas actitudes intocables y rotundas que invaden al mundo, y que son terreno fértil para que florezcan las inquisiciones. El mundo vive ahora atrapado entre nuevas intolerancias, y prosperan ayatolas, torquemadas y redentores de todos los signos. En izquierdas y derechas hay banderas de combate y brazos en alto. Hay gestos que estremecen por su olímpico desprecio a los demás. Hay intransigencia.
La democracia no se agota en la posibilidad de elegir, ni en el derecho a pensar y a decir lo que creemos. Eso cuenta, y mucho, por cierto, pero, la democracia es, además, tolerancia, es admitir que el otro puede tener algo de razón. La riqueza del debate está en aceptar que mis tesis pueden someterse a discusión, y que no son necesariamente las del otro. La democracia es convivencia, derecho de las minorías y límite a los dogmas. Es respeto a las diferencias y es saber escuchar.
El populismo y las revoluciones se asignaron el patrimonio de la verdad y la exclusividad de la salvación del pueblo. No admiten competencia, y por eso silencian al adversario, suprimen al contrincante, militan bajo el signo de que son dueños de la verdad y que nadie puede poner en entredicho su “misión” redentora.
Por eso, quienes tenemos el privilegio de decir en público y para el público lo que pensamos, no debemos olvidar que estamos lejos de ser dueños de la verdad. Que escribir es un ejercicio en el que habrá dudas razonables y posibilidades de errar. Que nos hace falta un mínimo de humildad.