Columnista invitado
Inconmensurable es el pensamiento que genera ideas e interpreta acontecimientos. En ocasiones es tan amplio que supera a la palabra que lo expone; la misma que puede ser pronunciada y acomodada de manera artificiosa para disfrazar y disimular hechos dudosos o incorrectos y exponerlos como normas admirables. Se habla a multitudes para extasiarlas con ofertas rimbombantes de ilusorias reivindicaciones orientadas a satisfacer los afanes sociales igualitarios sustentados en revanchismo, sujetándose a los preceptos de Goebbels, ministro de propaganda nazi (años 1933 a 1945), en los que preconizaba la conveniencia de hablar a la muchedumbre, de fácil convencimiento, por su criterio poco analítico y apto para captar mensajes falaces que, repetidos en innumerables discursos, pueden ser asimilados, por el colectivo, como verdaderos.
Dolorosos momentos de la humanidad ejemplifican los resultados de estos procesos gestados por dictadores que alcanzaron artificiosamente el respaldo popular para acrecentar su poder y su prepotencia, entre muchos: Hitler, Mussolini, Stalin, Stroessner, los Trujillo, Fulgencio Batista, Duvalier y otros absolutistas de vivencias truculentas y antiéticas.
Este patrón de conducta encuentra cultores y adeptos en innumerables instancias y, lo que ha acontecido en ámbitos políticos, se replica, con frecuencia, en los más variados campos: tribunales, consejos y congresos, organismos que, en muchos casos, se integran con el voto de elementos no calificados para emitirlo, o que lo hacen como retribución a favores oscuros recibidos.
La habilidad y la desvergüenza se hacen presentes y si aparece una voz que, con justicia reclama, se la acalla con injurias, amenazas y sanciones. Triunfa la iniquidad ante la mirada absorta de personas que viven convencidas que el respeto, la dignidad y la corrección son elementos fundamentales en la estructura de un país, de la sociedad y del mundo.
Entristece ser testigos de actos bochornosos en los que se dejan de lado, sin ningún recato, la palabra dada y el compromiso público adquirido, para cambiar pronunciamientos por un ofrecimiento oportuno y substituir recriminaciones previas por frases de enaltecimiento y descarado adulo al benefactor de última data, en una clara demostración que, en la vida rutinaria de nuestro país, la ética se desmorona.
Cuánto bien haría el retorno a las actitudes honestas, de claridad meridiana, a aquellas en que la autoridad responsable del manejo institucional daba énfasis al cumplimiento del deber, a la administración transparente de valores y solicitaba, con probidad, la fiscalización de su gestión, para despejar el velo de una duda colectiva. ¡Cuán lejanas e indispensables esas acciones!
Apremia el rescate de la sensatez, la corrección y la dignidad con que se dirijan las instituciones; el intercambio de votos, por placeres recibidos, perennizará el oprobio de una ética desintegrada.