El ñuto es una carne ablandada a golpes. Normalmente es el peor tipo de carne, lo que nadie quiere, un despojo.
El país está roto, entre otras razones, porque coexisten dos visiones sobre lo que es el aparato público. Por un lado, hay unos – no creo que sea la mayoría – que sienten que el Estado es un trapo de carne al que hay que desgarrar con los dientes. Similar a lo que haría una jauría de perros callejeros, se abalanza sobre una carroña que un carnicero botó en una calle sucia.
Otrora yo me acerqué a un partido político. Pensaba que ideológicamente me correspondería. Tenía entusiasmo por poner un granito de arena por el porvenir del país. Tuve una reunión con quien lo lideraba.
Salí con el alma por los suelos. Yo pensé encontrar pensamiento, propuestas, trabajo, proyecciones para el país. Nada de eso. El partido – casi entero – era un grupo de gente menos que mediocre, que no tendría un trabajo en otra parte, pero buscaban ser los siguientes Gabrielas Rivadeneiras. Cero estudios, cero méritos, y éxitos fáciles, rimbombantes y lucrativos.
Esas personas – que fueron expulsadas del aparato productivo por su escasa valía o incluso despedidas por su ineficiencia – ahora las veo en la Asamblea Nacional. Han aprendido a gritar, ahora hinchan el pecho cada vez que van a proclamar altisonantemente palabras que ni siquiera entienden a cabalidad: democracia, justicia, producción, derechos.
Afuera de ese aparato hay un cúmulo de personas que sí pudieron conseguir trabajos, cuyos esfuerzos sí les aseguró oportunidades (frecuentemente exiguas y frágiles, en consonancia con el contexto nacional, pero oportunidades de todas maneras). Estos ciudadanos buscan un Estado garantista de derechos, una estructura que viabilice la vida en común, que asegure la democracia y la justicia. Pero están afuera, sufriendo al ver cómo estos perros hambrientos desgarran cada nutriente que hay, con avidez y sobre todo con egoísmo. Impotentes, desesperados y excluidos.