Uno de los ofrecimientos más ambiciosos del presidente Guillermo Lasso fue la creación de dos millones de empleos durante su Gobierno. Plan ambicioso y, también, necesario en un país que ha afrontado dos grandes paralizaciones promovidas por el movimiento indígena (octubre de 2020 y junio de 2022) además de sufrir los efectos económicamente paralizantes de la pandemia.
A lo anterior se agregan los problemas estructurales que acarrea el país y que dificultan la creación de fuentes de trabajo, lo que hace que la informalidad laboral junto con el desempleo sean la norma común y predominante en Ecuador.
Por ello no es de extrañar que miles de personas hayan acudido la semana pasada, por ejemplo, al llamado de la empresa de aseo de Quito para cubrir 200 vacantes.
Hasta ahora, los intentos del Gobierno por (al menos) tratar de cumplir la meta de generación de puestos de trabajo ha chocado un muro representado en la Asamblea Nacional. El 24 de marzo pasado, el Pleno del Legislativo archivó el proyecto de ley de inversiones; previamente, el 29 de septiembre de 2021, el Consejo de Administración Legislativa (CAL) no calificó el llamado proyecto de ley de oportunidades.
Con seguridad, ambas propuestas no resolverán totalmente los problemas del país, pero reflejan la idea del Ejecutivo de atraer inversiones externas y flexibilizar el mercado laboral ecuatoriano para crear nuevos empleos.
Las hipótesis contrarias, defendidas por políticos y antiguos dirigentes gremiales, señalan que la solución es cerrarse a la llegada de capitales, evitar las privatizaciones (cuando estas ya están prohibidas en la Constitución) y endurecer las condiciones de contratación para los empleadores.
Coinciden así con el correísmo en aquello de establecer y endurecer requisitos para que empresarios y emprendedores inviertan y contraten a nuevo personal; política aplicada desde 2007 y que no mejoró los niveles de empleo ni aumentó la inversión privada. Pero la lección no fue bien aprendida.