La ganancia de la selección nacional a Catar en la apertura del mundial disparó en el país una ola gigante de emociones contenidas. Al fin tenemos una presencia global positiva que evidencia que en Ecuador hay cosas buenas. Al fin, ya que, en los últimos tiempos, solo hemos sido noticia universal por los cientos de asesinatos truculentos en las cárceles, o por el récord internacional de miles muertos por el covid en Guayaquil.
Tal exhibición acrecentó una identidad vergonzante, que ahonda la crisis identitaria que vivimos desde finales de la década de los 1990, cuando nos quedamos huérfanos de uno de los factores sobre el que se asentó el nacionalismo guerrerista apuntalado por las elites, a través del sistema educativo y otros medios, durante gran parte del siglo XX, particularmente luego de la derrota militar frente al Perú en 1941 y cercenamiento territorial.
En efecto, en 1998 suscribimos la paz con el Perú, cerrando un capítulo de discordia. Nos quedamos sin el “otro” malo, factor necesario para fortalecer nuestra identidad de buenos y burlados. Nos quedamos sin tener con quien pelear, vacíos y pequeños. Por primera vez veíamos nuestro mapa con un territorio chiquito que nunca quisimos reconocerlo.
Desde 1998 iniciamos una nueva etapa en la historia de nuestro ser colectivo. Podíamos vernos con más claridad hacia dentro. Ver con espanto que estábamos llenos de corruptos, elites incapaces y desnacionalizadas y masas anhelantes de mesías.
Pero, en 1998, se profundizó una gran crisis no solo de identidad sino también del estado uninacional, racista y excluyente que se fundó en 1830, interpelado desde 1990 por el movimiento indígena que proclamó la vigencia de la diversidad cultural y de la plurinacionalidad.
La crisis de identidad y de sentido del Ecuador es un hecho: ¿Qué es ser ecuatoriano? ¿Qué nos une? ¿Hacia dónde vamos? El futbol nos ayuda por un instante a sentirnosjuntos. Pero acabado el fervor persistirá una crisis identitaria que debemos enfrentarla.