Cuando hace ya muchos años llegué al país, recorriendo sus carreteras y viendo su televisión, era común encontrarse con una propaganda siempre protagonizada por personas, especialmente mujeres, blanco-mestizas bellas y sugerentes, de estilo europeo, tal como imponían las leyes del mercadeo. La realidad era otra: la multiculturalidad mostraba rostros muy diferentes y realidades muy distantes de lo que aparecía como políticamente correcto.
La interculturalidad, la capacidad de convivir juntos, de aprender los unos de los otros y, por tanto, de respetar a los demás, parece que se va imponiendo poco a poco, gracias a Dios. Cuando el Papa visitó Puerto Maldonado dijo algo maravilloso: que la diferencia era nuestra riqueza y, al mismo tiempo, una de nuestras grandes oportunidades.
En nuestro país convivimos blancos, mestizos, indígenas de múltiples etnias, afros, montubios, gente urbana y campesina y, también, un motón de extranjeros de múltiples nacionalidades, a causa del turismo, del refugio o de la emigración. Habría que añadir los cientos de miles de emigrantes ecuatorianos que, viviendo en otras latitudes, aportan a la patria, sobre todo cuando regresan, otras formas de vida y de pensamiento.
A raíz de los sucesos de Ibarra (xenofobia pura y dura, durísima) me he preguntado cómo es posible que estas cosas todavía ocurran entre nosotros. De pronto, por iniciativa de algún descerebrado que prende la mecha, los secuaces se lanzan a la caza del venezolano, del diferente. Diferentes somos todos, unos más agresivos que otros, sin faltar los desmemoriados que olvidan fácilmente el hecho de que también nosotros fuimos migrantes en país extranjero… Los gallegos algo sabemos de esto: allá por los años 20 del siglo pasado viajábamos en la popa de los barcos para que nuestros ojos vieran las costas gallegas quizá por última vez. Después de la Segunda Guerra Mundial tocó partir hacia una Alemania destruida y necesitada de mano de obra.
De unos y otros España aprendió mucho, necesitada como estaba no solo de dineros, sino también de modernidad. Entre otras cosas, aprendimos que todos éramos interlocutores de una historia que era necesario construir desde la tolerancia.
La xenofobia, más allá de los problemas de acogida y de integración, denota que mucha de nuestra gente sigue viviendo en un mundo arcaico en el que la ignorancia, el prejuicio, la violencia y la ceguera siguen teniendo su asiento. No deja de ser curioso que en un país donde al año los femicidios alcanzan el centenar, nos dediquemos a raíz del delito de un desequilibrado o de un desalmado a la caza del diferente. Ojalá que la triste historia de Ibarra nos enseñe a todos a hacer un camino sapiencial, a valorar la propia vida y la vida de todos, diferentes, pero profundamente humanos y entrelazados.