“Moneda que está en la mano / quizá se deba guardar; / la monedita del alma / se pierde, si no se da”. Yo, como todos, guardo algunas moneditas de las que Machado apellida ‘del alma’: la que acabo de citar es una de ellas. Hermosa lección para el que escribe y aspira a entregar con menor o mayor fortuna, algo de ese caudal interior que nos abruma si no logramos develar, revelar, compartir.
En las sabrosas clases de costura del colegio, las más esperadas de la semana hasta el que sería el tercer curso de hoy, Mademoiselle Nelly nos enseñaba a coser y bordar durante la hora de ‘labores del hogar’, mientras una de nosotras leía en voz alta poemas previamente elegidos, algún cuento o capítulos sucesivos de novelas para jóvenes, de la editorial Escelicer. La lectura de poemas dejaba en nosotras como un resplandor íntimo en el que confluían la luz de lo poético y una onda secreta que lo leído encendía.
Lo evoco ahora, porque cuando repetía a mi nieto, entonces de no más de dos años, ‘El lagarto está llorando / la lagarta está llorando / el lagarto y la lagarta con delantalitos blancos’… e hilvanaba los versos del hermoso poema de Lorca, vi a José Gabriel escucharme juntando sus manitos como si rezara. Solo separó sus manos cuando callé. ¡De qué inesperada forma el pequeñito agradecía el don poético, y me mostraba su intuición de la sacralidad de la poesía! La belleza es sagrada; ¡cómo duele imaginar que nuestros padres y maestros priven a los niños de este placer del alma; cómo duele que ellos mismos se sustraigan a él!
Poemas en voz alta. Cuentos, novelas. Aprendíamos a vocalizar y modular, a pronunciar cada palabra (la prosodia fue para nosotras parte esencial de la gramática que nos enriquecía y modelaba).
Hace no muchos años, una querida amiga me hizo el mejor regalo nunca imaginado, pues es imposible imaginar las sorpresas profundas que el universo de lo electrónico puede entregarnos: me dio un CD en el que venía grabado… ¡el texto de Don Quijote de la Mancha! Compré un Ipod (estos términos me atormentan; sin su equivalente en español, resultan un aluvión indispensable de novedad y extrañeza). Grabamos en él la primera y la segunda parte de don Quijote y el aparatito invisible, a no ser por sus pequeños audífonos, ‘me leía’ uno, dos, tres capítulos, cada día de mi camino de ida y vuelta, al costado del reservorio de Cumbayá.
Árboles y casas reflejados en el agua; cumbres de montañas lejanas, arbolitos resecos en la larga sequía y aliviados y reverdecidos bajo la lluvia benéfica -en Cumbayá la lluvia nunca es excesiva; diría que suele ser avara- se iluminaron aún más con mi escucha de la lectura en voz alta de un actor, cuya voz que nunca agradeceré lo suficiente, me devolvía el texto inagotable. He perdido el Ipod, pero recuperado el disco, lo volveré a grabar. ¡La lectura en voz alta es un diálogo que jamás debería excusarse! Que sea esta mi monedita de hoy: ‘En un lugar de la Mancha’…