Muchos países de América Latina están pagando el desfase de la democracia cuando llega el fin de un capítulo político sin que exista un relevo inmediato de los actores.
La crisis de los partidos históricos como el justicialismo – peronismo – en Argentina o la caída libre del Partido de los Trabajadores en Brasil se suma, en el mismo momento, con el desastre de varios de los populismos revolucionarios del siglo XXI.
Ambos fenómenos, la crisis partidista y la demencia revolucionaria, coinciden con la ausencia de cuadros de sucesión en las propias filas y en los medianos y pequeños grupos, que no dejan de pensar que llegar al poder es suficiente. Estos son una especie de Narcisos enloquecidos porque el pozo está seco y no refleja ninguna imagen. No aparecen partidos, equipos y líderes sólidos con una inquebrantable decisión para aceptar el reto de tomar la posta y pasar a la historia como honestos y demócratas.
En el Ecuador del siglo XX han existido prohombres que honraron a la República con una firme y prudente gestión sin ser autoritarios o demenciales. Fueron ilustres huéspedes y no capataces de Carondelet. Entre ellos, Isidro Ayora, el general Alberto Enríquez Gallo, Carlos Julio Arosemena Tola, Clemente Yerovi Indaburu y otros, que la ingratitud los hace olvidar.
Por eso, queda evidenciado que sin rumbos basados en ideales todo termina en un despilfarro y liquida la conciencia cívica de los pueblos. En estas circunstancias, el populismo es un opio del pueblo, como el que pronosticó erróneamente Marx respecto a la religión. Además, casi todas estas experiencias conducen a paraísos en los cuales los del Canal son de ligas menores.
El caso más patético de la falta de horizontes y alternativas es Venezuela, donde una oposición organizada por varios años, que alcanza un extraordinario triunfo en las elecciones legislativas – 112 sobre 167 escaños-, es incapaz de liberar a los presos políticos, olvidándose que la amnistía es una facultad exclusiva de la Legislatura. La gravedad del problema es que en estas circunstancias la historia enseña que pueden nacer líderes mesiánicos enviados desde el averno. Con horror se recuerda la emergencia en Alemania e Italia del nazismo y fascismo.
En estas trágicas circunstancias, por la experiencia, hay que descartar a los mecanismos teóricos y prácticas neoliberales, pues son recetas inaplicables a sociedades donde el clientelismo ha sido sembrado extensa y exitosamente. Una receta liberal solo puede conducir a confrontaciones que harán más conflictiva la crisis. Desconocen que los ‘ancian regime’ nunca regresan.
¿Será posible que en este desolador panorama se pueda recobrar la senda de la Utopía – ideales, ideología, principios y ética política – que alumbre y no enceguezca? Que logre enjaular en los museos de la historia al liberalismo económico y a la revolución de imberbes en celdas dibujadas con pinturas de los ‘paraísos fiscales’.