No es una novedad. Las cifras lo confirman. El nivel de desconfianza de los ecuatorianos en las instituciones públicas es enorme. 8 de cada 10 ciudadanos (84%) no creemos en los organismos de poder. Y la tendencia va en aumento. Ocupamos el quinto peor lugar en la región.
La encuestadora IPSOS, en su estudio de mayo, ha levantado datos sobre la confianza en instituciones y en “los políticos” como categoría colectiva. Nos referimos a ellos como la clase política, casta privilegiada que maneja los distintos poderes del estado. Por voto popular, por palanqueos, parentescos o avispadas. No tienen estructura definida ni es homogénea. También entre ellos -como entre las pandillas- se disputan espacios de poder, se lucha por liderazgos, se dividen botines, se enlazan y traicionan, se ajustan cuentas.
En Ecuador, según la fuente, apenas un 5,1% de ecuatorianos confía en estos políticos. 95 de cada 100 los cuestiona duramente. Los asociamos con demagogia, corrupción, burocracia, intereses personales, insuficiente formación, ausencia de propuestas y planes creativos…. un montón de nada. Los rechazos son más terminantes en la ciudad de Quito, entre las generaciones adultas y entre los sectores medio bajos (apenas 3,7%).
El desastre señalado -caben contadas excepciones- plantea dos urgencias. Una, activar la reforma política planteada desde diversos sectores. Disminución de partidos, reducción de asambleístas, cualificación de candidatos y autoridades, rendición de cuentas, juicios y remociones. Los primeros impulsos han quedado truncos. Es preciso sanear las próximas presidenciales.
Y dos, desatar una campaña vigorosa por “votar bien” en las próximas elecciones. La sociedad civil tiene la obligación de orientar sobre elecciones, perfiles e historia de candidatos, mensajes publicitarios, programas y proyectos, mecanismos de manipulación. Votar bien por sobrevivencia. Terminar con las quejas y errores fatales. Quedémonos solo con lo mejor y desechemos el montón de nada que nos somete.