Una y otra vez, comentaristas de mucho olfato político y conocida posición distante de las esferas gubernamentales, han comentado en estos días el carácter contradictorio del comportamiento presidencial, poniendo énfasis en la presencia de conocidas figuras cercanas al régimen anterior –es decir, a ese mismo régimen cuyos indudables excesos han sido reiteradamente denunciados por el primer mandatario. Lo singular es que desde el interior del movimiento que promovió la candidatura del actual Presidente se han hecho serios reparos a su discurso y a sus decisiones relativas a la próxima consulta, pero no se cuestiona la presencia de las aludidas figuras: las observaciones de los comentaristas y los reparos de los (¿supuestos?) partidarios del Presidente vienen a ser exactamente iguales: en uno y otro lado hay la sensación de que no existe concordancia entre los hechos y los dichos del primer mandatario.
La duda que provoca esta situación no es la única, sin embargo. Otras, y de no poca gravedad, han acompañado en forma permanente la complicada red de intrigas, sobornos, complicidades y ocultamientos que el Fiscal tiene el encargo de desenredar; pero sería irresponsable pronunciarse sobre ellas antes de que lleguen a su desenlace los procesos en curso. Carecen de fundamento, por lo tanto, las agoreras voces que ya anuncian un parto de los montes.
Más que argumentar sobre estas incongruencias en busca de una posible explicación, me parece importante reflexionar sobre los efectos que ellas tienen en la opinión ciudadana. Al margen de diagnósticos políticos, lejos de los juicios eruditos, ajenos a las cábalas e interpretaciones de los entendidos que indagan los trasfondos de los discursos y las ocultas estrategias, el ciudadano común y corriente, el que trabaja, ama, sufre y se enferma; el que a veces se divierte, pero siempre está triste, no pierde el tiempo en averiguar lo que quiso decir Fulano cuando dijo esto, ni lo que motivó a Mengano a hacer aquello. Simple y llanamente, ese ciudadano que fue presa de la exaltación cuando se agitaban las banderas en torno a las tarimas, empieza a alzarse de hombros diciendo que todos son lo mismo, y deja de creer en las promesas.
Esta reacción, que por ser irreflexiva no es nada simple, puede ser considerada como la peor consecuencia de las incongruencias. Una sensación de ambigüedad empieza ya a extenderse en el cuerpo social, que adquiere lentamente la convicción de que la propia realidad es ambigua: su imagen siempre aparece en claroscuro. Pliegues y repliegues parecerían mostrar constantemente fragmentos de verdad que vuelven a ocultarse, y ante ellos el ciudadano común sentirá que la duda es ya una parte de sí mismo, que el engaño es la primera ley del mundo humano, y que la misma naturaleza no es digna de confianza. Pero como una fe es siempre necesaria, no sería raro que se ponga a buscar algún mesías. El riesgo que esto implica exige con urgencia más claridad en las conductas.